jueves, 28 de agosto de 2008

El sexo de los melones






(Benidorm. Playa de Levante. Hotel Sol Costablanca. Habitación 431)



Toc-toc; llaman a la puerta. Es el camarero encargado de traer la consumición del serf-service, que viene a darnos la bienvenida. Nos trae fruta, un plato de fruta inmenso, una fuente ovalada con gran surtido y variedad: Piña, naranja, pera, kiwi, sandia y melón. Um… melón; es mi fruta favorita y la razón es muy sencilla: Es el equilibrio justo entre la sencillez del placer y la belleza de la discreción. Por eso me gusta, porque es tan bello como triste, porque las cosas bellas son hermosas aunque tristes.
Un día fui a comprar melón y una señora –intuyo que sería vendedora de melones o algo así- me contó la diferencia entre los melones machos y las hembras. Las “melonas” –según las llamaba y designaba con agrado la vendedora- contienen en el fin de la embocadura (justo donde todo empieza a ser más triste y abstracto, donde convergen las líneas y todo se estrecha y se cierra como un puente móvil inmenso). Justo en la terminación de toda carne, donde todo empieza a ser invisible porque se acerca la posteridad, ahí quedan soterrados a la luz del alba unos perfectos anillos circulares y equidistantes, dotados de una sublimidad impune que le conceden con sutileza extrema, categórica elegancia a la piel de las melonas, otorgándole con distinción esa feminidad felina que tan sólo queda reservada a unas pocas. Mi hermano me observaba con detenimiento, mientras yo relataba estupefacta el insólito episodio de “el sexo de los melones”, tras haber escuchado con intriga y devoción, el pueril y simpático acontecimiento de la vendedora. Me observaba con la inocencia aún patente y sacrílega del agua recién caída en el campo, antes de condensar el rocío. Me escuchaba con esa picardía prematura y pueril de la todavía no adolescencia. Yo adoraba esa ingenuidad, el candor, la honradez y la simpleza del no saber, del no exponerse todavía a un mundo falto de sueños. Me observaba con una lucidez y credulidad de los niños que todavía creen en los reyes magos, en el ratoncito Pérez, en el baloncesto y en los videojuegos.
Tras un silencio sepulcral que redime; me miró con ojos de sapo pardo o lobo hambriento-indistintamente- y me dijo: “Llevas razón, Carmen; las hembras son más dulces”. Lo dijo mientras degustaba una tajada en cuya corteza se albergaban anillos circulares. Los mismos anillos en cuya órbita yacía la redondez y la curvatura.
Pues bien, Benidorm sería muy triste sin estas cosas nimias y simples que le devuelven el sentido a la existencia. Y mientras escribo, veo desde el balcón de este cuarto piso a un muchacho tumbado, tomando el sol bajo la sombra de una palmera. Lo observo con esa mezcla de admiración y orgullo de lo simple e incauto. Un mundo a parte de lo grotesco y fachoso; que a veces hasta resulta ridículo – y es que los esperpentos es mejor dejárselos a Valle-Inclán, que le sacará mucho más partido y una mayor abstracción que cualquiera de nosotros-.
Por el momento, tan sólo quiero un mundo donde sea suficiente una tajada de melón y contemplar la sombra de una palmera para aquietarse y respirar. Respirar y aquietarse mientras observo el mar de fondo, sintiendo en mi piel, el placer y la tristeza de las cosas bellas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

jajajaja

qué risa...


Otra de tus facetas, no dejas de sorprenderme gratamente!

Animos, Ariadna

Anónimo dijo...

Espectacular, escribes de lujo....

Enhorabuena Ariadna !!!!

Anónimo dijo...

dame el telefono de tu camello, que lo que te has fumao te ha sentao de lujo!!!!!
por cierto, muy bien escrito......me ha dado hasta subidon a mi tb.......
saludos