jueves, 2 de septiembre de 2010

Septiembre y otras lluvias


La diafanidad de septiembre siempre me recordó a un solo de chelo bien ejecutado en una orquesta. Será que todo lo asociamos. Y se parece mucho, también, a la lluvia de un desierto, con su claridad tibia y leve como un sol rojo, de ardientes rayos, pero muy suave. A veces pienso en septiembre y paladeo la palabra septiembre mientras mi estómago elabora arpegios de loca intriga, y en algún recoveco de mi alma se derrite una flor. Porque septiembre equivale a días más cortos y tristes, a luces de otros tonos más lóbregos. Junto a un quinqué podría escribir cuarenta palabras con un perfume viejo y un adiós. Escribir, por ejemplo, la palabra “advenimiento” o “rutina”, porque septiembre es eso a veces: advenimiento de la rutina. Un recomenzarse en hábitos y relojes. Hablo de los días de un septiembre cargado de una lluvia sempiterna y amoral, de un septiembre contemplado desde la Plaza de Santo Domingo, mientras imagino que pasa un niño montado en bicicleta (ya no pasan niños montados en bicicleta) y avisto a las palomas, a aquellas palomas que se contentan con las migajas con que unos y otros las abastecen. Nunca antes había contemplado la Plaza de Santo Domingo en septiembre. Nunca antes había sentido ese calor vacío de septiembre en Murcia, ese calor reconfortante que se ve menguado por el aire quieto manso que azota los toldos de los restaurantes y cafés, de aquellos lugares donde la gente escribe en cajones pensamientos secretos. Sí, alguien me contó que existe en Murcia un café donde la gente escribe todo tipo de cosas en pequeños papeles que depositan en cajones de madera oscura, papeles que luego encuentra otro y los lee a la salida de clase en la Universidad o una tarde mientras bebe una cerveza con un compañero y fuma un Golden Virginia Yellow. Ese tipo de cosas gustan muchísimo a los estudiantes, y a mí me fascinó toda esta historia de los cajones, porque yo imagino historias fantásticas y terribles que emanan de las palabras escritas en esas hojas. Serán palabras bohemias y catárticas que al leerlas curarán un poco de la soledad de septiembre. Nunca he entrado a aquel café de los cajones en que la gente escribe por miedo a encontrar algo. Pero algún día entraré. Y muy pronto, lo prometo. Entraré con alguien que quiera acompañarme y pediré algo para beber y, mientras escucho la música purgante de Philips Glass o el ambiental tango de Roxane, escribiré alguna nadería y la introduciré en el cajón. También leeré cosas de otra gente, imaginando cómo serán sus vidas, cuándo habrán escrito eso y por qué. Inventaré cada uno de sus rostros, con sus facciones delineadas, y de esa experiencia ilusoria, dotaré de vida a nuevas personalidades en el mundo. Compararé las distintas caligrafías, los distintos mensajes como para encontrar un nuevo sentido a todo esto que nos pasa y que no concebimos más que como una masa multiforme pero abstracta, si cabe más real por invisible. Y luego, cuando haya leído cada una de las misivas sin destinatario, las guardaré en sus correspondientes cajones y, junto a ellas, guardaré también mi mensaje, mis palabras para el mundo, mi billete hecho sílabas de angustia y esperanza. En todo esto pienso desde la Plaza de Santo Domingo, mientras doy de comer a las palomas e imagino a un niño montando en bicicleta. Así redimo un poco este advenimiento de rutina que es septiembre, ese mes hecho días y horas y minutos y segundos, ese mes con hilvanes de sueño y costuras de tiempo intransitivo, ese mes de carne trémula y gastada, ese mes que se parece demasiado al barrido cetrino que proyecta la luz sobre una hilera de farolas. Eso es septiembre, sólo eso, un despertar de lo viejo en el corazón de los jóvenes, contemplar Santo Domingo a las ocho de la mañana y a las dos de la tarde, al salir de la Universidad, a las tres de la mañana o a cualquier otra hora que ofrezca ese brillo azul de los días sin tiempo, de aquellos días sucesorios, mortales y tristes como la luz provisional de la tarde. Y nada de eso es la lluvia, pero tampoco importa en demasía. Mi corazón es ahora un soldadito de pelo rubio que hace crucigramas en la noche; y la vida -¡ay, la vida!-, la vida es una alfombra blanca empapada de flores donde me precipito a mirar las nubes, de noche, mientras paladeo la palabra septiembre e imagino los bancos de Santo Domingo o el olor del pan recién horneado en una exorbitante tahona, y me reinvento en días y horas y minutos y segundos. Y nada, nada de eso es el tiempo.