viernes, 29 de agosto de 2008

Ariadna







Allí estaba ella, Ariadna, sentada en el mismo banco del mismo parque donde aprendió a ser feliz. Le temblaban las piernas y tenía la voz en un hilo, al tiempo que no articulaba palabra. Ariadna es… ¿Cómo explicarlo? Es el arte encarnado en persona, la magia de ser diferente, el sueño de una niña triste con ojos felinos y porción de luna azul. Todo su clímax la hacía diferente: su forma de ser la convertía en una adolescente rabiosamente atractiva, sus ojos de almendra dorada y sus labios melancólicos, de una belleza casi cuántica. Sin duda, la joven poseía una belleza que impactaba por el simple hecho de existir. Mientras contemplaba como las hormigas recogían las migajas de pan del suelo, vio pasar a un hombre de pelo cano y a dos niñas de pelo oscuro columpiándose con fabulosa alegría. Eran las siete de la tarde y ella seguía ahí parada, como una adolescente inútil, fumando cigarrillos de vainilla en el banco más olvidado del parque. Sólo ella sabía lo mucho que odiaba fumar y, sin embargo, seguía haciéndolo, como una obligación casi de irremediable orden existencial y humano. Odiaba el olor a humo y que, tras darle las últimas caladas a su cigarrillo, se le quedaran amarillentos los dientes, casi de un color indefinido, entre blanco sucio y beige crema. Ariadna, entre el bullicio desalentado de las niñas y el cansancio inagotable de las hormigas, seguía balanceando su alma en una pugna de pasiones heridas, de ruegos sensibles, de torturas inefables. El cielo azul eléctrico tornado de matices grisáceos tejidos en claroscuro acechaba con una posible tormenta. Y ella, la hermosa Ariadna, se alzó de dinamismo y avanzó hasta que sus converse dejaron atrás el parque y la condujeron hasta la vía del tren. Siempre llevaba converse, siempre. Ese era su gran signo de identidad, su marca, su gráfico, la forma de que los demás la reconociesen con tan sólo mirarle los pies, sus converse all star de color morado. Mientras caminaba, pensaba que sería más bonito injertar lepra a una rosa que el sentido de su propia vida, y es que Ariadna estaba sola y perdida, y lloraba mientras sus lágrimas se confundían con el olor a vainilla del tabaco. Tras largo rato caminando, llegó a la estación, pero no había trenes; no había nadie a su lado, pero no se sentía sola. La vía férrea había sido sin duda su hábitat existencial en los últimos tiempos, allí conoció a la persona que más marcó su vida, de la cual se enamoró. Tras un vuelco constante de sentimientos y espinas de pasiones pasadas, recordó la famosísima frase de García Márquez en El amor en los tiempos del cólera: “El olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”. Y pensaba en Florentino Ariza y Fermina Daza, y en su historia de amor a través del tiempo. Luego cerró los ojos e imaginó estar en Macondo, inmersa en la ciudad de los espejos (o los espejismos). Sacó de su mochila los versos satánicos de Salman Rushdie y repitió en voz alta: “para volver a nacer antes tienes que morir”. Morir, morir, y la palabra “morir” seguía introyectada en su subconsciente, como un oxímoron barroco o una paradoja intrínseca basada en un pragmatismo tetrapléjico. Se acordó de su abuelo, que había muerto a causa del paludismo. ¡Qué triste y qué cómica al mismo tiempo la palabra paludismo! La última vez que lo vio fue sentado en el banco del parque. Luego pensó en su amiga Berta y en sus problemas con la droga. La palabra heroína estaba clavada muy dentro, como un puñal imborrable y una brecha eterna abierta en su interior. Pero Ariadna no podía hacer nada, nada. Luego se acordó de su gran amor, Marcos, a quien sus padres le prohibieron verla. Siguió acordándose de Marcos y recordó la última vez que se vieron en la estación, construyendo una vida entre vagones, en aquella estación donde se entremezclaron sus besos de acero con el humo de los trenes. Recordó aquel 13 de Junio, el último día que se vieron, un día solitario, casi nostálgico aunque embriagado de magia lúcida y sensualismo.
Nada importaba ya, ni su abuelo muerto, ni su amiga metida en el ignominioso y sórdido mundo de la droga, ni su amor por Marcos. Ariadna seguía sufriendo “in hac lachrymarum valle”. Tras el llanto y desolación llegó la noche y un viento gélido azotaba con fuerza su gélida espalda, congelada y hundida en el dolor. Ella dormía acurrucada sobre sí, encogida en su propio precipicio, en los raíles malditos que descarrilaron su corazón. Soñaba como medio de salvación, como salida hacia el inframundo de su vida, soñaba con la desmedida esperanza de que su vida tan sólo era un sueño. De nuevo, revoloteaban en su psique los versos satánicos y la palabra “morir” ¿y qué importaba todo eso? Ahora estaba soñando y estaba a punto de ser feliz.
Ariadna seguía dormida al tiempo que Marcos vagaba sin rumbo camino a la estación. Todas las noches iba a aquel lugar para evocar su invulnerable recuerdo. Llegaba con el atardecer y leía un rato un libro de poemas que ella le regaló hace años. Sin embargo, esa noche fue diferente, Marcos al verla allí tirada en la estación después de tantos años, quedó sorprendido, atónito, le acarició la mano con la suavidad de una pluma y ella despertó asustada, embriagada en su colonia afrodisíaca. Aquella noche, hicieron el amor en la vía del tren, aquella noche Ariadna fue feliz, y Marcos encontró la dama que perdió hace años. Aquella adolescente mística con nombre de araña. Su princesa de la dulce pena y su niña de los ojos tristes. Entonces Ariadna comprendió que estaba en Macondo y que no podría salir nunca más de ahí, y tenía la certeza de que las estirpes condenadas a cien años de soledad sí tenían una segunda oportunidad sobre la tierra. Además sintió el olor de las almendras amargas, camuflado en cada uno de los besos dulces y punzantes de Marcos. Ambos recordaron la última película que vieron juntos antes de que Marcos se alejara de ella por orden de sus padres. Pero ya no había barreras, porque las barreras más fuertes las pone el amor. La película mágica que fortaleció su amor fue la sublime producción de Isabel Coixet, “Mi vida sin mí”.
En ese momento, Marcos dijo en voz alta tras besar su lengua de yodo, la frase de aquella película que sellaba su amor por la eternidad: “Me encantó bailar contigo”

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso relato, es sencillamente perfecto. Te felicito por tu constancia, porque cada día sigues, porque nunca te dejas vencer.

Ariadna, eres valiente y lo sabes.

¡¡Nunca lo olvides!!

Anónimo dijo...

Hola guapísima qué tal todo?

yo he llegado ayer de holanda y pasado mañana tengo un examen... ufff

Que muchas gracias por seguir leyendome. Te he añadido a mis links habituales, así ya me aseguro que no me olvido de pasar por aquí a leer.

Besitos!

Anónimo dijo...

es hermoso, sencillamente hermoso! sigue asi..!

Anónimo dijo...

Amé tu inmenso ser con este relato de Ariadna. Muy hermoso... querido ser de luz... sigue contemplando la luna por el simple hecho de estar suspendida en el cielo. Desde siempre, en algún rincón del mundo...

... Ariadna °