domingo, 25 de julio de 2010

La inocencia no salva


Cuando veo a un niño pasear por calles angostas, o atisbo a un joven escrutando su existencia sola, o imagino el sabor tan dulce del azúcar, o la luz oscura de la tarde, es entonces cuando sé que la inocencia no salva.
Permanecemos en la vigilia adorando la carne virgen de las niñas o el color azul de unos ojos vivos, pero no. No sabemos exactamente de qué redime la inocencia, si es que redime de algo. Una vez alguien me contó que la inocencia es el mejor pretexto para eludir la culpa, pero no creo que sea exactamente eso. Nietzsche estaría de acuerdo, al igual que Samuel Beckett en “Esperando a Godot”, porque qué si no podría ser la inocencia. Mi amiga Ele se ríe mucho cuando le hablo de la obra de Beckett y dice que ese teatro del absurdo no sirve sino para crear más interrogantes de los que ya existen. A Silu tampoco le gusta: no pudo leer más de tres páginas seguidas, pero eso tampoco importa.

Cualesquiera que sean sus posibles acepciones, yo creo que la inocencia es algo ignoto, que ni se crea ni se destruye: sólo se transforma. Por eso estamos vivos: porque existe. Y quién pudiera salvarse y salvarla también a ella, pero no. La inocencia no salva, ni cura del espanto; la inocencia sólo es un refugio, una morada para los sueños y para todo lo que sentimos. No más.
Si ella no existiera, moriríamos de a poco, sería como vivir desmemoriados, llegaría un momento en que caeríamos en la cárcel sin piel de la conciencia. Pero nos queda la inocencia, no sabemos para qué ni por qué. Pero nos queda una inocencia sin edad que atañe a niños y a jóvenes y a adultos y a ancianos.

Porque es necesario que nunca llegue el fin de la inocencia, que es como una voz en off resguardada en nuestra cabecita. Y el sol también desprende un haz de luz mayor bañado de inocencia, y la vida se esculpe en materiales sobrios bañada de inocencia, y –también- el amor queda elevado a una categoría superior bañado de inocencia, porque el agua de la inocencia sí que redime. No es tanto la redención de la inocencia en sí misma como los pequeños placeres que nos despierta. La inocencia pasea por ríos de aguas diáfanas, por lugares lejanos donde no hay tiempo ni distancia, la inocencia (también) es la magia de la lluvia fina que cae en verano y nos purifica en pequeñas dosis. Y ya no sé, si alguien me preguntase por ella, lo que diría. Quizá diría que es una cajita diminuta que custodiamos en el alma para no morir cada día un poco, quizá diría que es una personita intangible que vela por nosotros y nos resguarda de las atrocidades del siglo XXI, quizá diría que es un semidios que nos hizo más humanos al tiempo que más felices. Eso sí, nunca hablaría del poder redentor de la inocencia: no lo tiene. Ya bien lo dijo Antonio Gala en uno de sus versos: “La inocencia no salva. / Nada salva cuando se ausenta la hermosura”. Pero cuando recordamos, cuando miramos las manos de un anciano, nos damos cuenta de que permanece la inocencia, se transfigura y se convierte en rito de inmortalidad. Y sé qué quizá mi voz atribulada esté osando al hablar de la inocencia y al darle un atributo de inmortalidad (puede que ni siquiera lo tenga). Pero yo quiero escribir no tanto lo que estrictamente ya es y tiene existencia, cuanto lo que podría ser y lo que me gustaría que fuese. Por eso, en esta tarde de verano (no sé si de un verano con o sin inocencia) me interrogo sobre algo que creo que nos atañe a todos.

Hablo de inocencia de niños, de jóvenes, de adultos y de ancianos; hablo de esa inocencia que no se encuentra en la cola de comprar el pan ni se puede obtener en el mercado de la plaza del pueblo. Precisamente, lo bello de la inocencia es que nos viene dada y depende sólo de nosotros que no la perdamos. En la tele se oye mucho hablar de la pérdida de la inocencia. Llegan hasta mis oídos frases análogas a las siguientes: “He perdido la inocencia”, “No seas inocente”, “dónde estará mi inocencia”, y todas ellas me producen un sentimiento de repulsión y rechazo mezclados.

La inocencia nunca se pierde, seres octogenarios gozan de ella y se ven redimidos por su halo inmenso. Es probable que no salve de nada, pero la vida sin inocencia sería una tragedia. Y admiro a quienes no la han perdido aún y a quienes -ya octogenarios- siguen sin perderla, pues la inocencia es un tesoro que nos mantiene vivos, jóvenes, que mantiene nuestro corazón puro para (quién sabe) alcanzar la felicidad algún día, ese tipo de felicidad que no es encuentra en la prensa rosa, ni en el informativo de las dos, ni en los partidos de jockey, sino en la belleza infinita del aire que nos azota en la cara en una mañana en que hace mucho frío, en la fotografía perenne de un anciano o en la cordialidad serena de un abrazo.

No sé el porqué de todo esto, pero no pararé hasta averiguarlo. Mientras tanto la inocencia me guiña un ojo y me baña con el agua pura de tierra.