viernes, 31 de julio de 2009

Palabras para el tiempo que nos queda.





“Somos el tiempo que nos queda”

J.M. Caballero Bonald


No trates de matar el tiempo. Es terrible como él solo nos impide provocar su muerte, terrible notar como poco a poco que el alma va encontrando su camino, ese camino donde apenas nadie sabe seguir de frente sin torceduras. No trates de aniquilarlo, de que te pase sin que te viva, de que te pase de largo y no regrese sino para decir adiós. No trates, tampoco, de seguirlo mientras él te huye como huye la vida dando paso al exterminio. La guitarra seguirá sonando igual, seguirá vibrando en este cuarto pequeño y oscuro donde apenas me atrevo a decirte que no trates de matar el tiempo. Tampoco se perderá esa última gota de aliento: gota de existencia de clon microscópico. Las luces siguen siendo luces a pesar de las terribles sombras que nos ahogan, por entero, en la esencia misma del tiempo que nos huye. Por éso, cuando te miro a los ojos y los veo esquivando las esquinas crueles de los relojes, siento algo que quizá debería llamarse miedo, terror o ira. Cada uno escribe las páginas a su modo. No es bueno ni malo, sólo son modos, igual que unos ríen y otros lloran; y así todo en su ciclo de lámpara inconclusa. No importa que nada más exista, tampoco la existencia nos ayuda más que a sobrevivir. No importa que las noches sean más frías, como en Diciembre, o que ya no te emocione esa letra de canción de algún cantautor que admiraste hace un par de noches. Nada de éso importa. Deja que la guitarra suene. Déjame, por un momento, que sea esa guitarra eléctrica que me enseñó a vivir, la que ponga punto y final a la historia, como un conato de ausencia, de soledad, de alejamiento. Deja que por un momento, el tiempo nos escuche en la distancia, el tiempo venere nuestros ojos, que fueron los mismos ojos que vieron esa guitarra que sigue vibrando en este cuarto pequeño y oscuro donde apenas me atrevo a decirte que no trates de matar el tiempo. Él se mata sólo, y nos mata. Por ahora, víveme.

miércoles, 15 de julio de 2009

Homenaje hernandiano




Hay dos tipos de poetas: los sencillos y los que no son poetas. A los primeros no les hace falta mostrarse como tal, porque llevan la creación artística recogida en su esencia, porque no necesitan hacerse notar pues ya su obra habla por sí misma y los induce a moradas abrigadas en núcleo dorado. Los sencillos no necesitan decir “Yo soy poeta”, no necesitan halagos ni amagos de pleitesía. No buscan la gloria, la fama o el reconocimiento. Simplemente persiguen y consiguen la satisfacción por el trabajo, la plenitud por el trabajo, el trabajo por el trabajo. Escribir versos es más que una profesión para ellos. Es un modo de vivir, el modo en que sus ojos conciben la realidad que les circunda. En cambio, los segundos –los que no son poetas- necesitan realizar todo tipo de esfuerzos para hacerse notar, para obtener un reconocimiento vacuo que sólo se sustenta en la apariencia, en la fama que puedan alcanzar con respecto a sus semejantes. Escribir para ellos es casi una obligación pero en sentido demagógico. Se transmuta en una actividad de realización completamente obligatoria que no satisface sino que esclaviza pues tiene un carácter teleológico: el mero reconocimiento y la aceptación y alabanzas y oratorias de la gente.




Pues bien, dentro de los sencillos, entraría la figura indiscutible de Miguel Hernández, el poeta oriolano, mártir por la libertad, arraigado en el pueblo, desvivido por la gente, por salvar la carne de ese niño yuntero esclavizado, por redimir la angustia de sus seres queridos y, simplemente, por redimir la suya propia y, también la nuestra, la de aquellos lectores que buscan algo así como la salvación en el mundo terrenal que habitamos por medio de sus versos duros pero veraces que desplazan la mirada hacia sendas desconocidas que incitan a la reflexión.



Miguel Hernández, el arquetipo máximo que demuestra que cuando hay ilusión y talento de por medio no hace falta una gran formación; el que nos hizo saber que aún en unas condiciones desfavorables se pueden escribir versos; el que venció a la muerte mediante la palabra; el que nos enseñó a enamorarnos con su sencillez; el que nos llamó a la lucha, a la libertad y sobre todo, el que me enseñó que a veces la poesía no brota de la inteligencia sino desde la hondonada más recóndita del corazón.



Pues bien, yo conocí la poesía del Miguel Hernández de pura casualidad. Un día remoto, no sé ni siquiera cuando. Un día que estaba ojeando los libros que tenía por casa; y lo encontré. Encontré un libro de poemas de amor donde se leía en letras doradas su nombre: “Miguel Hernández”. Entonces lo cogí y lo estreché en mis brazos pues el libro me llamaba (a veces los libros me hablan y no estoy loca). Entonces encontré gran variedad de sonetos hermosos, las nanas de la cebolla, la canción del esposo soldado y, un poema que me llamó la atención de una forma especial: “Antes del odio”.


Lo leí despacio, muy despacio y me marcó. Porque ese poema no es como muchos otros poemas que lees una vez y cuando decides volverlo a leer ya no suena igual, ya no dice lo mismo –hay cosas y en este caso poemas que cuando se releen cambian por completo, ya no llenan, ya no trasmiten esa fuente de sentimientos que nos produjo la vez anterior-. Pero “Antes del odio” era diferente, su gran hondura, su desnudez poética, su sencillez y claridad me fascinó. Expresaba exactamente cómo yo me sentía. Esa mezcla de sentimientos ensombrecidos por los besos y la ausencia, miles de sombras vagando, el canto de un pájaro sin remisión, golondrinas en el aire, y la libertad de colofón me cautivó por completo. Lo leí tantas veces que me lo aprendí de memoria. Yo tendría 12 años más o menos y ningún otro poeta había conseguido enamorarme hasta el momento tanto como Miguel Hernández. Luego seguí leyendo a Pedro Salinas, Neruda e incluso a Cernuda (mi poeta predilecto) pero la figura del poeta orcelitano seguía grabada a fuego en mi interior.


De vez en cuando cogía ese libro y leía algún soneto, algún poema al azar y siempre disfrutaba. Cuando crecí algo más encontré una Antología suya que hasta entonces desconocía. También me dispuse a leerla. Desde ese momento Miguel Hernández era una de esas personas a la que amaba por el legado que había dejado inscrito con su obra. Archivé su nombre y lo guardé en mi pequeño cajón de palabras no perdidas. Y el tiempo pasó –como pasa siempre- hasta que en mi promoción de Segundo de Bachillerato descubrí que lo habían incluido como uno de los tres autores a estudiar en la asignatura de Lengua y Literatura. Mi emoción era entonces aún mayor. Aumentaba por segundos y sólo esperaba el momento en que tocaba esa clase de Literatura para escuchar su nombre o el de alguno de sus poemas.
Fue un curso apasionante. Poder compartir mi pasión por la poesía, fue algo que adoro haber vivido, como se adora la luz del amanecer que irrumpe oblicua por la ventana.

Entonces otra nueva idea rondaba por mi cabeza: componer una canción con la letra de ese poema del que he hablado “Antes del odio”. No fue un trabajo fácil y sinceramente no sé cómo ha quedado al final. Sólo sé que cada vez que mis manos se posan sobre las teclas del piano es como si por un instante pudiera volar y bailar entre las letras de sus versos. Cuando mi voz entona sus palabras es como si Miguel Hernández me mirase con ternura y se sintiera orgulloso de lo que hizo durante su vida, de que todavía haya alguien que disfrute con su obra. Yo lo hago, sin duda.
Y que me perdone Miguel Hernández por mi obra, del mismo modo que el maestro Mateo pide perdón por su labor artística en el Pórtico de la gloria en Santiago de Compostela. Lo hago con toda la humildad que existe, con toda la sencillez y el respeto que dirijo a su persona, pues aún su poesía me sigue alumbrando como un día y a día de hoy –a casi cien años de su nacimiento- lo hacen sus ojos y los de su hijo muerto.





Enlace a la canción surgida del poema "Antes del odio" :

http://www.youtube.com/watch?v=F-_5-w0t6qQ





miércoles, 1 de julio de 2009

La última Vigilia.






Era una tarde de frío invernal en Diciembre. Hacía mucho viento pero la gente seguía danzando por las calles y todos sonreían. En el cielo había muchas estrellas que dormían cegadas de luz, mecidas bajo la sombra del crepúsculo y seguía haciendo frío mientras el primogénito de la familia Villanueva miraba tras el cristal de su ático. Marcos miraba casi asustado y muy asombrado, temiendo que pudiera cumplirse su extraño vaticinio. Miraba a ningún punto, a ninguna parte, con la vista perdida y los ojos llorosos. Los ojos sangrantes que casi buceaban en el mar del delirio. Nunca se vio en la ciudad rostro tan sórdido y triste. Marcos Villanueva parecía un espectro vagando por algún recodo de su corazón somnoliento, cómplice de una fiebre abismal que forzada por la brutalidad del viento, era capaz de arrancar las ventanas y los quicios de las puertas.
Parecía un huracán de insoslayable destino pues en sus manos se podía ver la falta de templanza: manos temblorosas, delirantes, inseguras. Era la falta de templanza que anunciaba la posibilidad de que un hecho irrevocable fuese capaz de devorar los sueños del joven. Vivía inmerso en un estado de locura incurable sin tedio, sustentada en emociones nostálgicas casi delirantes.
Seguía haciendo mucho frío y Marcos continuaba atisbando la ciudad con sus ojos abiertos como platos que casi se le salían de las órbitas. Divisaba la misma ciudad que la gente dejaba atrás con sus pasos. Mientras tanto, el joven Villanueva permanecía en silencio tratando de escuchar el eco insondable provocado por los rudos golpes de su corazón. En un impulso casi forzado –un estrago del ego- volvió la vista atrás para observar a su esposa postrada en una cama: dormida, yerma y silente, aunque preñada de ternura. La observaba y trataba de perfilar en su rostro desorbitado una sonrisa sencilla semejando la media luna que se divisaba en lo alto del cielo. Nora era bella, muy bella y provocaba tal ternura que Marcos sintió unos deseos irrefrenables de abrazarla. Sin embargo, prefirió dejarla descansar y no molestarla. Desde hace algo más de un año a Nora le habían detectado que tenía leucemia. Desde ese día cambió su vida y la de su esposo y ambos se vieron inmersos en una vorágine sin regreso, en un túnel de cuando no hay más sueños y todo se derrumba como castillos de arena ante la imposibilidad de cambiar un destino trágico, de transmutar una circunstancia nada propicia.
Nora se aferró a la tristeza. En su alma sólo había notas tristes venidas del piano de cola que tocaba su esposo. Se postró de una forma irremediable en el vacío de la cama, en la soledad de unas sábanas frías con olor a lodo. Desde ese día vivió consternada a su destino implacable, irreversible. Se aferró de tal modo que lloraba hasta mojar el suave almohadón de plumas donde dejaba reposar su cabeza, donde se aislaba en sueños en un estado alucinatorio y de pleno desvarío. Era el éxtasis de una locura causada por el impacto de la noticia de su enfermedad.
Fue perdiendo las inagotables fuerzas que mostró en otro tiempo y casi se enterró en vida. Su tez palideció y sonreía de forma forzada, sólo para complacer a su esposo ante el gran esfuerzo que estaba haciendo por ella. Si acaso lo único que conseguía hacerla volar y elevarla hasta cotas inimaginables, eran los preludios que Marcos interpretaba al piano con una sutileza indescifrable. Sus manos parecían las de un ángel. Era realmente estremecedor verle posar sus delicadas manos sobre las teclas biseladas del piano.
Nora lloraba a escondidas desde el tálamo que en otro tiempo encendió en pasión sus almas intermitentes. Lloraba acaso de la felicidad de escuchar a su esposo disfrutando de su mayor pasión: la música. Era bello verla llorar de semejante alegría y júbilo al tiempo que era fabuloso soñar con las melodías cadenciosas provenientes del gran piano de cola de Marcos Villanueva.
Fueron tiempos de encuentro y desolación donde las lágrimas brotaron como lluvia fina sobre el lecho de la yerma Nora, que a pesar de su enfermedad seguía bellísima y lucía un rostro terso y vivo, un semblante amable y cargado de fuerza.
Pero ahora Marcos aún postrado en el gran ventanal de su ático, seguía mirando a Nora hasta que la nostalgia de una lágrima le hizo recordar el sueño de la noche anterior: Era un sueño lúgubre que acontecía en un espacio oscuro y tétrico. Todo era noctívago al tiempo que Marcos atisbó a su esposa. Estaba dormida y permanecía tumbada boca arriba con las manos sobre el regazo. Parecía tranquila pero su rostro cada vez se tornaba más lívido hasta que Marcos se acercó a ella y descubrió que no tenía pulso. Parecía un espectro tintineante en el tiempo, devorador de todo lo caduco. Marcos lloró mucho, la abrazó fuerte y tendió sus brazos abiertos sobre el cuerpo sin vida de su esposa. El joven Villanueva intentaba seguir recordando pero las imágenes de aquel hecho soñado se desvanecían cada vez con una fuerza mayor, hasta el punto que perdió por completo el lugar donde estaba aconteciendo la muerte soñada y anunciada de su esposa.
Sin duda era un hecho premonitorio aunque Marcos deseaba que fuera un simple sueño delusorio, engañoso y ficticio. A pesar del fundamento vacuo del sueño, el joven Villanueva creía con firmeza en el poder de sus sueños. Lo creyó desde que con tan sólo once años mantuvo una conversación premonitoria con su difunto abuelo: Gerineldo Villanueva. Ambos hablaron en varias ocasiones de la fuerza de los sueños y de la posibilidad – o no- de cambiar el destino. Gerineldo Villanueva tenía un poder asombroso para el arte de la alquimia y para él la crisopeya podía ser aplicable a cualquier tipo de situaciones. Una tarde de un verano muy tórrido, Gerineldo Villanueva llevó a su nieto a un pequeño taller donde trabajaba los metales, y le hizo una magnífica demostración de sus cualidades innatas para el tratamiento y la transmutación de todo tipo de minerales. Sus facultades para la alquimia eran incuestionables, pero además tenía un tino especial para el arte de la adivinación. Era un hombre obstinado, amante de jugar damas chinas e incluso disfrutaba conversando con su nieto de temas esotéricos. La extravagancia de Gerineldo llegaba hasta extremos insospechados e hizo mella en la psique de su nieto Marcos. El joven, por el contrario, nunca creyó mucho en las elucubraciones de su abuelo, al que incluso llegó a tomar por loco en más de una ocasión. Sin embargo, el jovencito de la estirpe de los Villanueva cambió de idea el día en que soñó que Margarita –su compañera de pupitre- iba a tener un accidente. Marcos al principio no hizo demasiado caso de su extraño sueño hasta el día en que la joven Margarita fue atropellada en una de las calles anexas de su barrio. El Villanueva comenzó a preocuparse y su angustia aumentó de una forma desmedida el día en que soñó que Clara –su profesora de botánica- se iba a ir a vivir al extranjero y semanas después sucedió. Incluso soñó que sus padres le iban a regalar un gato abisinio para su próximo cumpleaños. Cuando en el doce cumpleaños del pequeño Villanueva sus padres aparecieron con un felino, Marcos temió por el poder premonitorio de sus sueños.
Desde aquel día, el nieto del difunto Gerineldo, maestro de la alquimia, entendió que debía aceptar de forma irrefutable la solidez de sus propias ensoñaciones, ya que no podían existir tantas casualidades juntas para explicar un destino ataviado en presagios que se cimentaban sobre hechos soñados.
Aquella tarde, Marcos Villanueva lloró mucho contemplando la ciudad tras el enorme ventanal empañado por una lluvia melancólica que trataba de redimir de algún modo la soledad de esta tarde.
La bella Nora seguía dormida. Marcos se acercó y la tapó con una sutileza casi mística. Le echó una sábana y le dio un beso –quizá sería el último-. Salió del cuarto de su esposa y se apresuró hasta la pianola. Cayó desplomado ante el candor lóbrego que en la calle ofrecía la noche y sus inmensidades. El cielo era oscuridad y casi no había estrellas en la profundidad de la noche –quizá sería la última noche-. Una vez sentado al frente del piano, trató de componer una melodía para venerar a su esposa. Quería escribir la elegía más bella que se hubiese compuesto jamás. Seguía con ingenio probando cada acorde, atinando con la mayor profundidad posible hasta en la última nota. Se acordó de la “Elegía” de Fauré y trató de hacer algo tan digno como esa pieza. No fue un trabajo fácil pero Marcos, infatigable, trabajó toda la noche al piano, tratando de plasmar la belleza en un sentido único hacia lo absoluto. Los primeros rayos del alba penetraban por el cristalino ventanal con una levedad atenuada, reflejando su candor en las vetas de madera pulida del piano. Marcos casi había terminado y apuró las últimas notas hasta que al fin logró concluir su pieza elegíaca. Sólo faltaba ponerle título, elegir un título digno de tanto esfuerzo entremezclado con sentimientos estremecedores. Tras pensarlo con calma durante un rato decidió el siguiente: La última vigilia.
Quizá esa fuera la última noche velando a su esposa, embriagado por el sopor de la somnolencia noctívaga y el vapor humedecido de la lluvia en las calles. Marcos había preparado esta pieza para regalársela a su esposa en su funeral. No obstante, antes debía comprobar que la fatalidad de su presagio se había cumplido sin ningún contratiempo, tal como lo atisbó en su sueño. Avanzó hasta la habitación de su esposa con un miedo que lo hacía temblar de una forma terrible. Era un miedo frígido que lo envolvía en un delirio exterminador y así avanzaba empapado en sudor, escuchando en su corazón acelerado unos latidos pidiendo auxilio. Sin esperar más, abrió la puerta del dormitorio y encontró a su esposa tal como la dejó la noche anterior: continuaba tapada con la sábana, las manos en el regazo, el rostro tranquilo… Se acercó unos pasos y la tocó. Posó una mano en su mejilla y comenzó a llorar. Su llanto era tan desaforado que incluso le mojó el camisón. Entonces a Marcos le pareció que su esposa se movía levemente y así fue. Nora abrió los ojos ante la lágrima salada que rodó por su ropa. Entonces Nora también comenzó a llorar con alegría y rabia revueltas. Se abrazaron con la misma pasión desatada en otros tiempos en aquel lecho sosegado. Marcos lloraba asombrado del misterio, tratando de entender que a veces la fuerza interior puede más que cualquier vaticinio. Se dio cuenta de que cada uno de los mortales va escribiendo su destino y es dueño de todo lo que en él acontece.
Un rato después, cuando las lágrimas ya se habían calmado y habían cesado de sus ojos; le enseñó a su esposa la elegía que le había compuesto aquella noche. Nora volvió a llorar de pasión y se sintió emocionada y así; el joven Villanueva se dio cuenta de que era un experto alquimista en los sueños, capaz de transmutarlos hasta un sentido de absoluta perfección.
Aquella noche Marcos había rescatado del Leteo su más bello tesoro, su más sublime obra de arte: la última vigilia. Había vuelto a ver la luz con la claridad de siempre, volvió a ilusionarse por la vida y al mirar a su esposa sintió que no estaba solo y que la seguiría velando todas las noches que hicieran falta durante el resto de su vida. La velaría como un alquimista que mira la luna no porque sea la luna, sino porque está suspendida en lo alto del cielo.
(Primer premio del Certámen de Literatura infantil y Juvenil "Encarnación Martínez Barberán" del centro Samaniego de Alcantarilla)








Relectura de "La última vigilia" realizada en la entrega de premios del Certamen:


Buenas tardes, estoy enormemente orgullosa de estar aquí con ustedes.


A continuación voy a hablar un poco acerca de dónde surge mi afición por la literatura.

Pues bien, siempre que escribo lo hago por necesidad, y esa necesidad surgen en mí por el deseo de cambiar la realidad, de descubrir mundos nuevos abiertos a la imaginación, de plasmar a través de mis relatos y poemas presagios y utopías, pero también realidades que quieren ser mejoradas.

Es cierto que estamos inmersos en una sociedad de consumismo, de alcohol, de falsedad donde todo está infravalorado. Es verdad que echo de menos una sociedad donde se le dé más importancia a un poema de Cernuda, a la sensibilidad de la música y, en definitiva, a valores ya perdidos, como la belleza de las cosas más sublimes.

Partiendo de esa necesidad que surge en mí, hay momentos en que tiembla algo en las profundidades de las galerías de mi alma y necesito irremediablemente escribir.

Lo que inspira mis temas son la lectura de un libro, la observación de algún hecho, la conversación con un amigo pero sobre todo, mis ganas de cambiar la realidad y de proyectar una visión nueva a la sociedad.


Entonces en este relato que surgió casi de forma espontánea, he intentado plasmar cómo el personaje principal, Marcos Villanueva, en un momento tan dramático como la muerte de su esposa, recurre a componer una elegía para intentar cambiar el destino ya anunciado en un sueño.

Desde ese momento planteo en la historia numerosos interrogantes:
¿Qué poder tienen los sueños?
¿Los sueños se cumplen o sólo son meros sueños?
¿realmente existe un destino premeditado o somos nosotros quienes escribimos cada uno el nuestro?
¿el ser humano tiene algún poder para cambiar su destino?

Así, de estos ciertos interrogantes surge “La última vigilia” desde que Marcos recurre al arte de la alquimia, que tiene el poder de transmutar lo mundano en algo grácil y espiritual.
La primera vez que oí hablar de la alquimia, fue cuando tuve el gusto de leer “Cien años de Soledad” de García Márquez, desde ese momento empezó mi interés por la alquimia y creí oportuno aplicarlo a este relato en el que la fuerza y el poder de los sueños a veces prevalece sobre la verdadera realidad.

De modo paralelo, Marcos trabaja con esmero toda la noche para realizar la obra, hasta que al despuntar el alba consigue terminar su pieza. Es entonces cuando descubre que Nora no ha muerto, que Nora sigue viva y que le sonríe. Con todo, Marcos entiende que se debe confiar en el poder de los sueños, porque el destino se puede cambiar, porque cada uno de nosotros escribimos nuestro destino y somos los únicos dueños de nuestra vida.

Y no podría terminar con palabras mías, prefiero dejárselas al poeta y, en esta ocasión esa responsabilidad recae en versos de uno de los grandes: Víctor Hugo.


“El alma tiene ilusiones como el pájaro alas.
Eso es lo que la sostiene”.


Muchas Gracias.





El parque de los sueños





Albores de lluvia seca
Se mezclan llenos de encanto
Colgados de un mar de estrellas
Cogidos de un lazo blanco.

Los niños del parque triste,
Juegan a contar las nubes
Con sonrisas de delfines
Y resplandores azules.

Sirenas de un mar lejano
Se peinan junto a la luna
Con sus cabellos dorados
Ciñen mil nubes de espuma.

En el parque de los sueños
Veo el susurro del barro
Las sonrisas de los niños
El pesar de los ancianos.

Grandes sueños que hoy se rompen
Viendo desdichas del mundo
Con fusiles que taladran
El alma de un vagabundo.

Vagabundo de deseos
De un corazón ya perdido
Que busca huir de su vida
Y volver a ser un niño.

Un niño que fragua vidas
Que pone al frente el mirar
Descubriendo un firmamento
De palomas de la paz.





(Primer premio de Poesía del Certamen literario Encarnación Martínez Barberán del CEIP Samaniego de Alcantarilla)

domingo, 31 de mayo de 2009

No conseguirán matarnos el amor.




“No es el amor quien muere,
somos nosotros mismos”.

(Luis Cernuda)


¡Cuánta razón tiene Cernuda! ¡Cuánta!. Si tan sólo pudiera decirle que amo cada uno de sus versos, que necesito que siga escribiendo porque me ahogo, porque necesito la fragancia de sus palabras que me envuelven en un halo mágico. Sí, es necesidad. Necesito cerrar los ojos y que me susurre al oído versos renovados y que me haga sonreír. Las luces se van apagando y al final del túnel sólo quedan palabras, meras palabras que recojo y recompongo para que lleguen a mi corazón. No es fácil. No es fácil sentir cómo se llena el alma y la respiración se entrecorta, y las manos te tiemblan, y la boca se te seca y el pulso se para. No es fácil ni común que esto ocurra, pero de vez en cuando sí que pasa y nos conmueve, tanto como a mí en este instante.
Necesitaba contarlo al extraer esta frase de uno de sus poemas. Necesitaba decir que no hay más muerte que la vida de uno mismo no vivida en toda su plenitud. No hay más muerte que la vida desaprovechada, malgastada. No hay más muerte que tener esa sensación a cada instante, mientras los relojes nos controlan y nos vigilan. Tratamos de no morirnos, de no dejar que nos maten el amor, pero… hay demasiadas lágrimas derramadas por la tierra. Hay demasiada gente que todavía no escucha las canciones de Yann Tiersen, y demasiada gente que se encuentra perdida, y demasiada gente que nunca querrá encontrarse. Preferimos perdernos mientras tanto en cualquier resquicio secreto. Da igual. Puede ser un poema, una canción, un recuerdo, una sonrisa. Lo de menos es qué. Lo importante es hacerlo y sentir que no conseguirán matarnos el amor, que aunque muramos poco a poco y lentamente nos quedarán esas ganas por seguir disfrutando de las cosas más nimias que existen.



Un piano.
Dos acordes.
Sentimientos.
Muchos sentimientos.
El alma irradiada de sentimientos.
El alma terriblemente colérica de magia.
El alma desgarrada en una magia infinita.
El alma anegada mitigando mis miedos.
Otra vez dos acordes.
Tres.
La lluvia tras es cristal.
Mis manos en el piano.
Algo que decir.
Algo que sentir.
Algo que mostrar.
Algo.
Queda algo.
Siempre queda algo.


miércoles, 20 de mayo de 2009

Nos quedará la poesía. (Mario Benedetti).


Conocí a Benedetti por pura casualidad. Fue como instante, como una milésima de segundo justo cuando pude estrechar su nombre entre mis brazos. Justo cuando algún día y no sé porqué razón me hablaron de él. Creo que fue mi profesora de literatura, Victoria. Pero no estoy muy segura porque sólo se me quedó grabado su nombre: Benedetti. Desde entonces me interesé por él, del mismo modo que me intereso por todas aquellas palabras, o nombres de escritores, de lugares o de cosas que llegan hasta mis oídos. La cuestión es que desde que lo conocí amé su poesía. La amé porque en ella conseguía resguardar todos mis miedos y volar muy alto. La amé porque sus versos nostálgicos me embriagaban del vino de la virtud que me contagió Baudelaire. Y lo amé sobre todo porque con él pude descubrir que nada en esta vida es trascendente:


Que nada tiene tanta importancia como nosotros le damos.
Que cualquier instante puede ser más que un instante.
Que no está prohibido enamorarse, ni llorar, ni reír.
Que el tiempo es sabio y nos ubica a cada uno.
Que el corazón no siempre es corazón coraza.
Que táctica y estrategia son sutilmente distintas.
Que todo lo que hiere, cicatriza.
Que la poesía cuanto más hiere, más cicatriza.


Algo análogo me sucedió a mí cuando me encontré inmersa y de súbito en sus versos. No podía explicarlo pero había caído presa. Sentí entonces una sensación que me dolía mucho, que casi me asfixiaba, pero que a la vez servía de bálsamo, porque cada una de sus líneas me contagiaba nuevamente de ese amor infinito que siento por la poesía.
Benedetti decía en su poema "No te salves" una de las frases que más me conmueven de su poesía: "No te quedes conmigo". No quería que nos quedásemos con los labios secos y marchitos en el tiempo. No quería que permaneciéramos inmóviles, que nos quedáramos parados siempre al borde del camino, sin trayectoria. No quería que quisiéramos con desgana. No quería todo éso porque amaba las cosas sublimes. Ahora que no está sólo podemos quedarnos con él, profanar ese "no te quedes conmigo" y quedarnos con él para siempre. Quedarnos con sus versos, con su infinito amor, con toda su alma.
Pues Mario Benedetti, el poeta, el gran poeta que llegó -no me acuerdo cómo, ni tampoco cuando- a mi vida se ha marchado y para siempre. Se ha marchado como acaba todo lo finito. Pero una gran parte de él quedará para siempre. Porque sólo muere lo que se olvida, porque nada muere si nosotros realmente queremos recordarlo.


Nos quedará su poesía.

Siempre.



Corazón coraza
Porque te tengo y no
porque te pienso
porque la noche está de ojos abiertos
porque la noche pasa y digo amor
porque has venido a recoger tu imagen
y eres mejor que todas tus imágenes
porque eres linda desde el pie hasta el alma
porque eres buena desde el alma a mí
porque te escondes dulce en el orgullo
pequeña y dulce
corazón coraza
porque eres mía
porque no eres mía
porque te miro y muero
y peor que muero
si no te miro amor
si no te miro
porque tú siempre existes dondequiera
pero existes mejor donde te quiero
porque tu boca es sangre
y tienes frío
tengo que amarte amor
tengo que amarte
aunque esta herida duela como dos
aunque te busque y no te encuentre
y aunque
la noche pase y yo te tenga
y no.

miércoles, 13 de mayo de 2009

El libro de los descorazonados.


El libro de los descorazonados.
Sentir el corazón podrido
en medio de las ansias del después.
Sentirlo por la boca,
en el estómago, en los dientes.
En el espacio remoto de un día sin tiempo.
Sentirlo muy despacio en lo profundo,
Durmiendo.
Y sentirnos entonces,
como pequeños autómatas perdidos en la lluvia.
Sentirlo acaso descorazonado,
como el libro que nunca leo,
como un cántico que nunca entono,
o la noche en que no duermo.

El libro de los descorazonados.
Nunca debí escribirlo.
No.
Nunca.
Arranco sus hojas.
Me mezo en la nada.
El tiempo se detiene y el reloj vuelve a girar.

¡Eureka!

El libro de los descorazonados.

(mejor leerlo y quedar atrapado)

(mejor no morir y vivir entre abrazos).


viernes, 8 de mayo de 2009

La soledad es un grito en las tinieblas




(Al término de la clase, tras haber comentado en la misma el famoso cuadro de “El Grito” de Eduard Munch, el profesor se acerca al pupitre de Elda).

-Te he notada impactado durante la clase ¿Te gustó el cuadro de “El Grito”?

-Me encanta. Es como si cuando lo mirara, ese hombre de rostro desfigurado y lleno de horror me estuviera llamando para que lo acompañe en su camino.

-Una sensación análoga a la que sentimos ante el incesante grito de la naturaleza.

-No, no. Es aún mayor. Es como si cientos de voces susurrantes recorrieran mi espalda y me congelaran de frío, absorta ante el eco terrible de la eternidad.

-Y dime, ¿oyes esas voces?

-Sí, a cada instante me susurran para que me adentro en el cuadro, para que mi rostro también se torne tétrico como el del personaje.

-¿Y tú, Elda, realmente quieres formar para te de él, habitar dentro de “El Grito”?

- Oh, si. No hay nada en esta mísera vida que tenga más claro. Eduard Munch debiera haberme pintando temblando de miedo y desesperanza. Haber esbozado mis manos lánguidas echadas sobre la cabeza, mis ojos desafiantes e inquisidores atisbando la nada inconclusa que me recorre.

-Eres terrible, Elda. Terrible en el sentido de que miras aquello que hay más allá de la vista, más allá de lo tangible. El secreto escondido de una realidad misteriosa.

-La vida sería demasiado aburrida si la interpretáramos tal y como es. ¿Por qué tengo yo que mirar aquello que veo a simple vista y no lo que imagino en mis sueños? Me niego a resignarme. Hay demasiadas lágrimas de soledad en el planeta.

-Sí, Elda. Y escasez de gente que piense como tú.

- La gloria es para unos pocos. El infierno está cerca y nos llama muy pronto, antes de que nos demos cuenta. Y pensarás que estoy loca, hablándote de todo esto. Pero mi locura es sana, pues es la locura de no conformarse con lo que la realidad nos ofrece

-Y bien, Elda. ¿Qué harías si un día te levantaras y no quedara nadie en el mundo? ¿Y te encontraras sola, terriblemente sola? Responde con sinceridad, se sumará a la nota final (sonrisa).

-¿sola? ¿Y crees que ahora no estamos solos, acaso rodeados de meras sombras fugaces y efímeras que desaparecen a un tiempo? ¡Qué iluso! No debieras haber olvidado que no hay peor soledad que la de estar entre mucha gente y, a pesar de eso, sentirse solo.
Yo no nací para estar aquí, sino dentro de “El Grito”. Éste no es el mundo que soñé, el paraíso eterno donde imaginé vivir. Mi mundo está sellado a través del tiempo con la eternidad e irremediablemente pienso que la soledad me llama. Pues la soledad es un grito en las tinieblas.

(El profesor enmudece. Elda coge su mochila y sale de clase con su libro de arte en la mano).

(Varios siglos después, un artista futuro realizará una copia de “El Grito”, esta vez pintando a Elda como protagonista).

viernes, 24 de abril de 2009

Sucedáneo de la muerte.



Malditos sueños canallas
al tiempo una voz que al tiempo se calla.

Los labios son tristes,
las bocas no hablan.

Relojes de arena que tiemblan y estallan.
Termómetros rojos y lunas de plata,
de efímeras formas corpóreas y amargas.

Recorro caminos soñando sin ansias,
perdida en un tiempo de miles de espadas.

Espadas de nadie que al tiempo se clavan.
Despierto y descubro una luz en mi espalda.

No hay vida, ni muerte.
No hay todo, ni nada.

La gloria está lejos y el tiempo se acaba.


martes, 7 de abril de 2009

La fiebre del insomnio


La fiebre del insomnio. Nunca pensé que hablaría de ella y ha llegado el momento. El momento de hablar de la fiebre que me recorre, más allá de la fiebre física latente en el cuerpo. Más allá. Es la fiebre del insomnio, la fiebre del ímpetu que me recorre a borbotones la sangre, como si quisiera derribar mi cuerpo y mi espíritu. Como si me quisiera devastar y devorar si no caigo presa en su enfermedad. Es también la fiebre de querer decir muchas cosas y no tener palabras para explicar ninguna. La fiebre que arde en un ente cohibido que destapa su alma cada mañana aunque el mundo sea feo y los hombres tristes. Aunque el paraíso no exista, ni las hadas existan y aunque el deseo del que habla Cernuda sea una palabra cuya respuesta tampoco existe. Es la fiebre de no se sabe qué, que viene por algo y se alberga en el tiempo con armazones y corazas indestructibles. Es la fiebre inexpugnable de preguntarnos si Dios existe, si el amor existe, si nosotros mismo existimos y no somos reflejo de la nada de donde venimos. Es la fiebre metafísica y maniqueísta que casi divide el mundo en dos bloques antagónicos: hombres-mujeres, pobres-ricos, buenos-malos, fuertes-débiles; y así una suerte de fiebre infinita que se cuela en las entrañas hasta casi desentrañarnos. La fiebre dicotómica que nos mantiene al margen de salvar esas distancias que se hacen insalvables ante los ojos de muchos, y es también la fiebre del misoneísmo frente a la vanguardia. La fiebre de muchas cosas juntas pero no revueltas. El sentimiento febril que nos surge a tientas cuando miramos el cielo en una noche sin estrellas y vivir casi duele tanto como amar, tanto como besar, tanto como sentir. Seguimos sintiendo esa animadversión de los cuadros de Goya ante una realidad esbozada que se detiene pusilánime a nuestros pies. Y entonces nos hacemos partícipes de la derrota de no caer en la fiebre –acaso la única redención es vivir inmersos en ella-. Pues la fiebre nos libra de algo parecido a la nostalgia y casi análogo a la tristeza. Es la fiebre de no tocar el piano. La fiebre de sentir que somos demasiado jóvenes para morir pero demasiado viejos para seguir vivos. La fiebre paradójica de cerrar los ojos y ver bien, muy bien. La fiebre de abrir los ojos y no ver absolutamente nada. La fiebre de escribir un poema y tenderlo al aire para que los pensamientos se aireen. La fiebre de la lumbre en una casa alejada. La fiebre de saber que algún día también acabará la fiebre y nos acabaremos nosotros, irremediablemente nosotros.

sábado, 14 de marzo de 2009

Estoy amando a una piedra.




Estoy amando a una piedra.
Ayer la encontré en mi jardín de guijarros
y me miró con ternura rabiosa.
La estoy amando pues me quiere.
Me lo demuestra cuando me habla en susurros
de cosas insignificantes que me conmueven.
Me lo afirma cuando me mira inquietante
y se le escapa una lágrimas gris
tras de su materia.
Me lo dice cuando me cuenta que quizá
el mundo esté lleno de piedras
y no de personas ni seres humanos.
Me lo relata cuando la gente la pisa
con sus tacones de aguja afilada
y se siente herida.
Me lo redice cuando la cojo y la estrecho
en mis brazos tendidos al viento
y espero a que se duerma
y entonces la devuelvo a mi pequeño
jardín de guijarros.
Donde la gente la pisa,
mientras que yo la beso.
Donde se muere de frío,
mientras que le ofrezco mi abrazo.
Donde se muere de miedo
Mientras que la envuelvo en la calma.
Entonces vuelve a mirarme
y me conmueve.
Me dice que todos somos piedras,
como ella.
Me dice que la deje,
que la abandone y no.
Y no puedo dejarla.
Estoy convicta.
Y sí, estoy amando a una piedra,
tanto como nunca logré amar a nadie.









Fotografía: "El beso" (Brancusi)




viernes, 27 de febrero de 2009

Meditación vespertina (horresco referens).


Me remonto a la máxima de uno de los grandes. Esta vez a Cicerón: “Todas las cosas fingidas caen como las flores marchitas, porque ninguna simulación puede durar largo tiempo”. Y sí, comentaré esa frase sirviéndome de referencia un libro que he tenido el gusto de leer hace poco “Viaje al fin de la noche”, de Céline, escritor “maldito” y qué magia tan sádica tiene su novela.

Desde siempre el ser humano ha luchado por transformar su vida, por hacerla bonita y agradable, y por mostrar a los demás una realidad disfrazada de sombras, enmascarada y retocada. El ser humano intenta esconderse, fingir e incluso huir, disfrazando el lenguaje con palabras que desde el punto de vista auditivo suenan bien, aunque en realidad no sean sinceras, no sean veraces y no reflejen sino la más impune mentira. A diario vivimos inmersos en ese juego de palabrería infame que gusta a todos y no disgusta a nadie, una dinámica que todos acogen con presunción y en masa, asintiendo con cabezas adulatorias. Es un modo de huir sencillo y complaciente, pero sólo es éso: una salida que se ve truncada a cada instante cuando nuestra propia conciencia –mesurable y fiel a los dictados de nosotros mismos- nos indica que algo no va bien, que todo ha sido simulado, fingido y que no hay vuelta. Nos vemos entonces abocados a la nada y no hay remedio. Queremos cambiar, reconstruir y tejer como Aracne nuestra vida a base de nuevas palabras. Nos dimos cuenta tarde de que no es lo mismo introducir la ficción en nuestra vida que fingir nuestra existencia por completo. Se nos olvidó ser fieles al dictado de nuestros magullados corazones y caímos, y nunca resurgiremos cual Fénix de sus cenizas.
Tampoco es que la vida tenga que ser ante nuestros ojos tal y como es en realidad. No, tampoco es eso. Pero no podemos vivir en un continuo simulacro, en un ensarto de mentiras y de pruebas cobardes que nunca darán resultado. Es cuestión de abstracción y de voluntad. Entiendo que es más bonito decir “Te quiero” aunque en realidad no se sienta, aunque en realidad estemos abocados al paso de los años y al hastío de tanta lluvia enmudecida. Entiendo que es más fácil querer y que nos quieran y que haya toneladas de amor en el planeta y que lluevan sueños y que los ojos se nos empapen de vida al mirar por la pantalla del televisor y se nos pongan pletóricos y brillantes. También es más bonito y más sencillo dejarse arrastrar por lo que otros dicen y predicar con la ley aún sin aprobar de la conveniencia atroz y el miserable desdén. Es más fácil vestir de “Dolce & Gabanna” y llevar pantalones “Pull and Beard” y gafas de sol “Ray-ban” y sentirse aceptado frente a la masa (pero como un idiota ante uno mismo). Y sentirse “como Dios” cuando la persona que amas te dice que vas guapísima con esa faldita milimétrica que te has puesto sólo para que te vea. Y yo pregunto… ¿Entonces en qué quedamos? ¿Quieres mi falda y mis piernas o me quieres a mí? Y así se podrían poner miles de ejemplos. En fin, resumo y miro con ojos desengañados que lloran por un mundo perdido. Que las palabras están muy bien, pero cuando se dicen con sinceridad, no como palabras hueras, histéricas o innecesarias. No. No quiero seguir a la masa de cabezas consentidas y que consienten, que adulan y torturan el ignoto pero admirable sentido de la palabra.

Pero, a lo sumo, tampoco todo es negatividad. No sostengo para nada el carácter innecesario que conlleva fingir, pero, en cambio, soy partidaria de la ficción. La ficción como túnel o viaducto que nos conduce a la morada inhóspita de vidas paralelas, complementando así la nuestra propia. Esta vida semi-ficticia no anula para nada nuestra vida real y cotidiana, y sí la complementa llenándola de sueños y nuevas ilusiones. En esa vida paralela se recogen aquellas cosas que, o bien no podemos vivir (hablo de nuestras propias limitaciones) o bien no nos atrevemos a vivir. Por lo que la única forma de cubrir esa exigencia que enaltece el espíritu y nos otorga alas –y no de cera precisamente-, es soñándola mientra vivimos, para que al tiempo, ella nos viva y complete la vida real: aburrida, ortodoxa y sistemática. De esta vida fingida han hablado autores como Vargas Llosa, aplicado a la obra de Onetti en “Viaje a la ficción”.
Esa vida forjada a parte, nos recuerda al “ello” freudiano, a ese conjunto de pulsiones innatas que consiguen hacernos cada día un poco más libres.

Surge así la vida, tejida de sueños y ausencias, de deseos y olvidos, de lágrimas y esperanzas. La vida, nuestra vida, la que vamos forjando a cada paso, sin darnos apenas cuenta, entre jirones de piel, nostalgia, sangre y fuego. La vida, la única vida que se nos ha otorgado para modelarla –acaso no somos sino barro-. La vida que tenemos, infinita al apuntar el alba, y relámpago cuando nos besa el ocaso, y es tarde, demasiado tarde… La vida, hecha de otras vidas, de sombras y magia, de azul y gris y rojo.
La vida que somos en un incesante devenir de olas y lava, de miradas y pasos escondidos, de sendas y abrigos. La vida, en fin, que vamos escribiendo con renglones torcidos y algunos tachones mezclados con versos imborrables, donde la ficción pervive y no marchita e ilumina nuestras almas, el alma donde permanecemos, indómitos, a las voces susurrantes de nuestros monstruos internos, de nuestros “yoes” íntimos y epidérmicos, tejidos de piel bruñida por el sol de la existencia… Y no sigo, no podría, termino con palabras robadas que yacen del hontanar eterno de Virgilio (horresco referens).

sábado, 17 de enero de 2009

El sol blanco de Enero


“…y el sol blanco de enero
que ha helado el cielo y mi piscina.”

(Francisco Umbral)



Nadie puede contemplar el sol clarísimo de la mañana, cuando la luz aún no es luz pero quiere tornarse claridad y hay destellos que parecen venidos de otro tiempo a usurpar el olor de la tierra. Es enero. Muy temprano y hay olor a lodo en esta habitación pequeña y oscura. Mientras todo calla en soledad, abro la ventana y contemplo la ciudad devorada por las sombras del porvenir. Permanezco embobada mirando horas y horas tras el ventanal redondo de la habitación y pienso en cómo sopla el viento de una forma tan leve, sin mover apenas las horas de los árboles.
Al tiempo que sigo oteando por el ventanal, Layla se despierta y me roza la espalda. Es pequeña y tímida pero muy dulce. Es una niña preciosa que tiene cinco años de edad biológica y tal vez quince cuando te paras a mirar sus inmensos ojos que se tornan verdosos con la claridad del sol blanco de enero. Me mira y me sonríe y a mí me inspira una ternura infinita: sus tácitos pensamientos, sus manos blanquísimas como la nieve, sus ojos de escarcha a los que el tiempo aún no les ha sacado el brillo amargo de los años. Es bellísima pero no puede hablar, pero se comunica conmigo por sus ojos de cercanía inmensa, donde la tristeza aún no ha tocado fondo y los sueños permanecen y hacen amago de volar. Entonces clavo mis ojos en las dilatadas pupilas de Layla y parece que todo cambia en un instante, y la observo mecer su alma sobre mi corazón golpeado y derruido. Escucho su sonrisa y le dedico esas palabras que ella nunca podrá narrarme aunque me cuente miles de historias con sus ojos, con sus ojos de enero infinito.
Y me gustaría contarle que quizá cuando crezca descubrirá que la vida no es lo que ella piensa. Que la vida no es ese paraíso donde siempre imaginó vivir. Porque la vida no es todo eso que creen los niños llenos de ilusiones que pasean por el parque mientras saborean una piruleta. La vida no es eso. Pero Layla tampoco me responderá nunca, porque no habla. Y yo le contaré cuentos y canciones para que se duerma y en su corazón habite esa magia de cuando no sabemos nada y no lloramos nunca.
Y así me sentiré vivir un poco más mientras contemplo el sol blanco de enero. Layla se ha quedado dormida con mi canción y ahora sueña quizá con esta maravillosa tierra donde habitamos. Entonces la contemplo bellísima y silente. Y le digo en susurros casi imperceptibles: “Si tú algún me hablaras. Extendieras tu voz como un hilo de espuma… Si tú me dijeras tan sólo Carmen, si me llamaras y yo te sonriera tranquila, quizá todo sería hermoso y brillaría un sol de colores fluorescentes, con rayos fucsia y turquesa.”
Y es entonces cuando me doy cuenta de cómo el lenguaje maquilla con las palabras las cosas imposibles, y sé que ese “si…” implica toda imposibilidad. Y entonces siento que Layla duerme tranquila y cierro los ojos un poco y sueño tranquila, y es entonces cuando Layla me habla… muy despacio y con voz sutil que parece un hilo de espuma y es casi imperceptible, pero yo la escucho y casi lloro emocionada y la abrazo fuerte y la escucho, y escucho cómo me dice :
Carmen.
Y todo tiene sentido y hablamos mientras contemplamos el sol blanco de enero que cubre de tonos fluorescentes nuestras almas.

jueves, 15 de enero de 2009

Látigos para todos

Con todos mis respetos y con el sumo permiso de Girondo, empiezo con una de sus frases. Pues bien, me importa un pito que llueva o nieve o que haga frío, y que la gente se ría por tonterías, y que todos hagan lo mismo con sus cabezas adulatorias de pintamonas absurdos y destartalados. Me importa un pito que la gente vaya y venga de un lado para otro, muy deprisa y sin pausa, sin pausa alguna en este ritmo frenético que no acaba. Este ritmo que nos consume poco a poco como un cigarrillo que se deshace en los labios mientras las volutas de humo resplandecen y se pierden poco a poco tras las nubes. Le doy una importante igual a cero a la actitud de esos adolescentes descerebrados que creen que “La casa de Bernarda Alba” es un museo para visitar, o una mansión donde vivía la tía Bernarda. Casi me aburre pensar en esas cosas y escuchar esas canciones de reggaeton con letras puramente misóginas y machistas resumidas a lo siguiente: “Y si ella se porta mal, dale con el látigo”. Y mientras ese estilo de música arruina tanto por lo que hemos luchado durante siglos, la mujer queda relegada de nuevo a un segundo plano meramente ficticio. Y yo pienso: ¿Quién le dará con el látigo a toda esa gente que hay en las calles con ganas de comerse el mundo y algo más? ¿Quién será capaz de doblegar con el vigor de un látigo a todos esos cuerpos desalmados que vagan por las calles? ¿A toda esa gente misógina, sin sueños y sin ilusiones? Y si sólo les faltaran ilusiones tal vez me daría por contenta, pero no es eso, no. Es mucho más que eso. Son una saga de estereotipos calculados y medidos unos a imagen y semejanza de los otros. Esa gente que sólo espera el fin de semana para meterse rayas de coca o liarse un porro y quedarse en las nubes al modo tolondro. Me da asco y un vómito inmenso. Una náusea tremenda que casi no puedo explicar. Y realmente me importa un pito toda esa gente… pero llegados a esos extremos son capaces de cambiarnos a nosotros mismos. ¡Maldita sea! ¡Y maldita sea también este mundo enfermo de pasión! No hay latigazos suficientes para aplacar la rabia del perro-hombre. No hay suficiente optalidon para todos y sólo nos queda morirnos ausentes al mundo de la alucinación. Si tan sólo hubiera algo en la otra orilla, algo para no morir irremediablemente a los pies de la locura. Y casi no se puede volar en este mundo enfermo donde se gastan más profilácticos al día que pelos tiene la humanidad sobre la cabeza. Y quiero creer al poeta: “Sólo quien ama vuela. Pero ¿Quién ama tanto que sea como el pájaro más leve y fugitivo?”. Si yo pudiera volar como en “El lado oscuro del corazón” al menos tendría esperanza y trataría de enseñar a toda esa panda de misóginos amantes del reggaeton que hay algo más detrás de un látigo. Porque además existe el dulce látigo del amor, que abraza y hiere dulcemente. Un látigo que es como un pájaro de alas gráciles y suaves que atraviesan los mares y llegan siempre a su destino. Y no haría falta optalidon ni nada, ni tan siquiera recurrir a los sueños, porque entonces la vida sería hermosa volando todo el día. Alcanzando eso que algunos llaman felicidad, pero mientras tanto tan sólo queda esperar y desplegar las alas en la lejanía aunque haya fustas en nuestro camino, y manos amenazantes e inquisidoras. Hoy os regalo algo de la magia del sueño de alzar el vuelo y quizá un látigo para que el amor hiera y abrace a un tiempo, pues todavía hay látigos para todos.

domingo, 4 de enero de 2009

Ante el espejo de la eternidad


¿Cómo puede ser? ¿Cómo pueden existir cosas tan sutiles y geniales que la gente no puede verlas? Pues me hallo en la reminiscencia de un sueño que nunca empezó. Acabo de leer el poema de Oliverio Girondo: “Llorar a lágrima viva”. Y me siento llorar a nado mientras el espejo se quiebra. El espejo que siempre permaneció roto. El espejo donde yacen todas las lágrimas y las tipologías de llanto de las que habla el poeta. El espejo se ha vuelto a romper y me gusta, y sé que hay que llorar, y que no es malo. Cuando algo se rompe sólo quedan dos salidas: que lo dejemos hecho añicos o que por el contrario intentemos reconstruirlo. La primera es vacua pero sencilla y yo, por el contrario, me siento obligada a reconstruir ese espejo en el que tantas veces se miraron mis ojos. Voy viendo imágenes de una vida que no lucha sino por volver a ser vida. Siempre pensé que a veces es necesario que se rompan nuestros espejos interiores, nuestros mundos alejados de lo epidérmico y que de alguna forma quedemos desnudos ante el espejo de la eternidad. Entonces los mortales sentimos miedo de vernos así, reflejados en un espejo, desnudos, desechados de toda vestimenta y expuestos al mundo. Nos sentimos desprotegidos y eso nos da miedo. Nos produce un pánico terrible que casi no podemos superar, por eso siempre vamos vestidos, maquillados y peinados. Ocultándonos a nosotros mismos. No dejando desvelado lo que somos en realidad. Porque la verdad siempre te deja los pies fríos, igual de fríos que en “El club de los poetas muertos”. La verdad duele tanto que por eso se oculta. La verdad permanece encriptada y nosotras al frente con un emblema delusorio y ficticio. Con un emblema que no representa ni la mitad de lo que somos nosotros mismos. Permanecemos al frente mientras esperamos que alguien nos tome de la mano y nos lleve a perdernos en mundos paralelos e inhóspitos. Mientras tanto permanecemos callados, vestidos, maquillados y peinados. Permanecemos disfrazados de mentira y falsedad y eso nos consuela un poco y nos proporciona quietud. Nos proporciona una quietud hostigada por las lágrimas que brotan de un hontanar de eterna juventud que vivifica lo que somos. Y mientras tanto sólo nos queda ese “Llorar a lágrima viva”. Y es magnífico atisbar como Girondo consigue transmutar las lágrimas a ese mundo de gloria y de palabras. Me resulta todo un hallazgo ponerme al frente de los versos y bucear y salir a nado entre lágrimas. Lágrimas que se hacen vigentes en cada momento de nuestra vida incipiente y no salgo de mi asombro. ¿Cómo se puede llorar hasta en una fiesta de cumpleaños? ¿Acaso eso es posible? ¿Acaso también existen lágrimas preludio de felicidad? Y me asombra ver de qué modo el ser humano puede esconderse bajo un cacuy o un cocodrilo y animalizarse un poco, y entrar en el cuerpo de cualquiera de ellos si es cierto que los cacuyes y los cocodrilos no dejan nunca de llorar. Me inspiran una ternura inmensa los cocodrilos y mientras tanto sigo con las compuertas del llanto abiertas. Y me empapo la camiseta de lágrimas venidas de un mar de inmensos deseos. Y me gusta llorarlo todo y bien y que la poesía sea un elixir cargado de alquimia transmutada en efluvios alejados de toda cotidianeidad.
A veces lloramos ante ese espejo eterno donde nos vemos despoblados de todo y de todos. Ese espejo que nunca se rompe –de hecho es el único espejo que nunca se rompe-. Es el espejo interior de nosotros mismo. Aquel espejo que permanece inquieto esperando que poco a poco nos desnudemos y nos expongamos tan como somos y nos olvidemos de que las lágrimas existen y de que estamos vivos.
Precisamente me gustaría que el tiempo nos fuera desviviendo. Nada me gustaría que vivir al revés y gozar de una existencia Empezar conociendo a una persona y luego no conocerla nada y ni siquiera saber su nombre. Quizá así nuestra vida sería un poco más grata y nosotros un poco más humanos. Quizá así yo aprendería que cuanto más conoces a una persona, más descubres cada uno de sus defectos y más te expones a desilusionarte. Por eso a veces no es bueno desvelarlo todo, y no es bueno buscarle el porqué a todos los interrogantes que emergen en nuestra vida y que nos crean una grieta en lo profundo del corazón. Quizá no debamos abrir todas las compuertas de nuestro llanto, pues debemos reservar lágrimas y lágrimas como en “La Novia Cadáver”, pues siempre quedan lágrimas que derramar. Siempre queda una nueva lágrima que nos empapa la ropa cual diluvio genesíaco.
Hoy -a pesar de mis miedos y nostalgias y retazos de algo inacabado e ingente- he decidido postrarme frente al espejo y esperaba que mi realidad volviera a llorar por todos los abrazos rotos, por la imposibilidad de recoger cada uno de los pedacitos que se han hecho añicos a lo largo del tiempo. Había una soledad mecida por un viento crepuscular y cerré los ojos. (Incluso deseé no abrirlos nunca más y dejarme llevar hasta el laberinto más inusitado que jamás pudiera existir). Entonces quedé inmersa en mi propio laberinto tejido en cada madrugada robada al olvido. Quedé nadando entre pasadizos recónditos y veredas oscuras. Quedé completamente sometida al silencio acusador de la nostalgia y todo era vestigio de melancolía. Ha sido sin duda la experiencia más mística que jamás haya podido vivir y me gustó abrir los ojos y encontrarme tal como soy, y encontrarme al resto de la humanidad tal como es, gritando frente a un pozo de locura y sin sentido.
Mientras estaba callada y en silencio, me acordé de la Casa de Asterión de Borges: “Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias”. Y me acordaba de aquel minotauro al tiempo de las palabras surgidas de la sapiencia borgiana, y a veces comparto ese sentimiento delirante y misantrópico y de locura. La falta de entendimiento es patente en esta sociedad premeditada y muy bien medida de antemano. Quisiera abrazar cada una de esas palabras y darle besos y perseguirlas para ponerlas en un orden correcto y sería feliz adorando cada garabato escrito por Borges o por el propio Girondo, poeta envuelto en las lágrimas de la sabiduría. Y me gustaría desvivir la existencia y no vivir sino de involución de la especie. Y adorar también un poco a Cernuda y a sus versos de un amante que divaga: “Mas allá el tiempo, según dicen, marcha hacia atrás, para irnos desviviendo”. Tal vez así habría menos lágrimas y más sonrisas y desvivir sería hermoso, mucho más hermoso que vivir tal como dicta el reloj acusador y devorador del tiempo. Y mientras no podemos escapar de este laberinto especular, es bellísimo cerrar los ojos y vagar por las sendas de la mente y perderse entre pensamientos y ensoñaciones. Es bellísimo llorar cuando no quedan lágrimas y se llora de alegría. Es bellísimo que no podamos salir nunca de ese laberinto donde estamos inmersos, pues salir supondría la muerte, darnos cuenta de que vivimos irremediablemente abocados a la destrucción, con nuestros pasos en los caminos intrincados de ese laberinto sin salida aunque con constancia de la existencia de universos paralelos. Es bellísima la vida a las diez y veintitrés minutos de la noche, bajo un cielo de escarcha y tras haber llovido todo el día. Y es bellísimo darnos cuenta de que vivimos enmascarados con un “prosopon” que confirma el sentido tétrico y patético de la existencia, aguardada por tantas máscaras que esperan que algún día comience la función en éste: El gran teatro del mundo.