domingo, 21 de noviembre de 2010

Prisa por vivir


Esta es la historia de nadie, la que podría ser la historia de todos y de ninguno. Es la historia de cada tú que está leyendo, la historia de los vivos y de los muertos, la historia de los que sufren y de los que son felices, la historia de los que aman y se aborrecen. Esta es la historia humana de los que piensan, de los que no mueren en la tragedia del no saber, de los que luchan por no perderse en la ignorancia. Esta es la historia de hacer catarsis, historia incontestable para curarnos del temor y de la compasión que nos convertiría en enfermos síquicos. Escúchala: esta es tu historia.



En el ático sombrío de la calle Arribau uno se queda mirando largas horas tras el cristal. Mira y remira a las gentes paseantes que, a tientas, recorren ciudades que nunca llegarán a conocer. Son las ciudades del mundo, ciudades de la humanidad que habitamos sin darnos cuenta y que ellas nos habitan dándose mucha cuenta de que, quizá mañana, ya no estaremos vivos, o lo estaremos, pero de otro modo. Uno puede pasar largas horas en ese ático de la Calle Arribau sin que parezca que han pasado segundos, minutos, horas, días, meses, años, la vida entera… (si es que hiciera falta). Ese uno puede ser cualquiera de nosotros, cualquiera de nosotros que no hace sino asombrarse cuando recuerda batallitas que contaba su profesor de Lingüística en primero de carrera. El honorable profesor relataba con pasión que Valle-Inclán aprendía de memoria cada noche una página del diccionario. Era una buena forma de ampliar el léxico. Ahora ya no aprendemos páginas del diccionario, ni aprendemos léxico ni nada de nada. Ahora no aprendemos nada. Ahora desaprendemos y nos damos cuenta de lo bello –ironía al canto- que es hacerse daño, hacernos daño y dejar pasar la vida, dejando indómita esa derrota de labios y de besos que es no amarse.



Uno podría pasar la vida entera en ese ático de la calle Arribau. Sólo le haría falta una guitarra, un trago de ese coñac tan amargo que beben los padres en las reuniones familiares y algo de buena compañía. ¿Por qué no reconocemos en este siglo XXI que muchas veces lo único que nos hace falta es algo de buena compañía? Somos esclavos de eso que nos dicen, de eso que digerimos de a poco, como el último responso sin fe de una misa imaginaria. Es la plegaria que el protagonista de esta historia está escuchando desde la calle Arribau. Ese protagonista podría llamarse Marcos, Javier, Pablo o Stefano, pero sin embargo, se llama Julián. Con todo, lo que está claro es que el nombre no implicaría ningún tipo de cambio en el desarrollo de esta triste, alegre, mágica, eterna, indescriptible historia.



Mientras tanto, Julián se resignaba a vivir –impasible- mirando tras un gran ventanal, imaginando que la vida es maravillosa, o realizando un viaje imaginario a la ciudad veneciana de las góndolas. Este nuestro protagonista, Julián, posiblemente se sentiría maravillado al contemplar el rumor de las aguas y su condescendencia. Se sentiría tan feliz que no le haría falta pensar en nada más. La poesía tampoco podría sacarlo de ese estado de imperturbabilidad. Nada sería suficiente. Nada le sería suficiente. Sólo el agua, una góndola, el recuerdo de un amor… Los ojos se le llenarían de lágrimas y –muy posiblemente- comenzaría a entonar un canto en una tonalidad mayor. Se le esponjaría el alma. El corazón se le saldría del pecho como arsenal de pasiones indómitas. Ese alguien que mira por el ventanal de la calle Arribau no se imagina lo bello que sería amar a alguien despacio, muy despacio, tan despacio que el tiempo se dilataría, se haría inmenso: besar los labios de una joven, acariciar sus manos, tocar su pelo, rozar su piel… ¿Quién se considera tan sobrenatural para no sentirse capaz de amar a nadie? Sólo los dioses pueden permitirse el lujo de no sentir, de no dar, de no entregarse. Sólo los dioses se pueden sentir en calidad dioses. Nosotros, los “humanitos” hemos de conformarnos con esta tierra, con esta vida que se nos presenta infinita al apuntar el alba y relámpago cuando nos besa el ocaso, y es tarde, demasiado tarde ya… Tenemos que conformarnos con ver la televisión y correr de un lado para otro: vamos al trabajo, al cine, al supermercado, al dentista, a la consulta del psiquiatra, al podólogo, a la peluquería. Como el protagonista de esta historia, atendemos a un espectáculo que se repite cada día. Estamos vivos porque vivir nos duele. Estamos vivos y sabemos que estamos vivos por cada punzada de dolor que sentimos a cada paso. Cuando caminamos también descubrimos que estamos vivos. Vamos escribiendo nuestra historia en renglones torcidos, con frases imborrables y algunos tachones. Vamos dilucidando ese algo que queremos divisar de a poco, mientras la vida nos pasa sin darnos apenas cuenta.



Somos mártires de este continuo aniquilarse que es vivir a contratiempo y a contra reloj (el protagonista de esta historia lo descubrió desde el primer momento que centró su mirada en aquel ventanal). Parece que le han puesto tiempo a nuestros actos. Vivimos siendo cómplices de esa pequeña muerte diaria de hacer lo que se espera de nosotros, lo que los demás esperan de nosotros. Sería bellísimo un país sin tiempo, un lugar sin tiempo, un limbo sin tiempo. Sería bellísimo levantarse un día y descubrir que no estamos vivos porque respiramos, sino porque somos felices. Sería bellísimo rebatirle a los médicos que no sólo se vive por respirar. No es sólo eso: respirar es condición indispensable, pero hemos de ser felices. Vivir en la infelicidad no es vivir. Y eso que el protagonista de esta historia sabe muy bien que la felicidad no existe. Como bien le dijo su profesor de filosofía: ¿Qué es la felicidad sino el hecho de asumir que dicha felicidad no existe y, con todo, seguir viviendo? Los humanitos hemos de descubrir que un día nacimos y un día moriremos y seremos capaces de llorar al sabernos muertos. Y borrar el dramatismo de la muerte, y borrar nuestros ojos de caballo blanquísimo y anestesiado. No estamos anestesiados. No estamos drogados. No estamos drogados porque tenemos los ojos abiertos, las ventanas de los párpados de par en par hacia un atisbo de esperanza. No estamos drogados aunque ante la sociedad así lo parezca.



Pero este protagonista que podría llamarse Marcos, Javier, Pablo o Stefano pero que, sin embargo, se llama Julián, sabía que nunca saldría de aquel ático de la calle Arribau, que salir de ahí le produciría un pánico inmenso, que no podría soportar salir a la calle y comprobar que la gente va de un lado a otro y que no son capaces de mirarse a la cara, los unos con los otros, los altos con los bajos, los ricos con los pobres, los rubios con los morenos, los chicos con las chicas, los blancos con los negros, y todos esos binomios absurdos que el protagonista de esta historia tanto detestaba. Él prefería seguir observando cómo las palomas se aquietaban en la plaza del pueblo y se posaban en el hombro de algún mendigo o, simplemente, comían migajas de pan frente a la fachada gótica de una catedral. Todo era más bonito en blanco y negro.



Julián recordaba con nostalgia aquella caja de madera repleta de fotografías que de pequeño le enseñaba su padre. Eran fotografías en blanco y negro, en un impecable blanco y negro. ¿Llegaría él a tener también una caja llena de fotografías? Al fin y al cabo, en ella se encontraba su vida entera y no tenerla significaría no haber vivido, no tener recuerdos, y sin recuerdos uno está abocado al más implacable desdén del tiempo, reducido a la nada, revestido de olvido. Tenemos el olvido y tenemos su fuerza arrasadora que devasta el espíritu y que no nos hace sino construir mazmorras de espanto.



Era admirable aquel ático barcelonés de la calle Arribau. Julián denotaba amor por el arte, por la lectura y por la música. En aquel ático se podían divisar infinitas colecciones literarias y figuritas que él mismo esculpía y que resultaban ser de una calidad inigualable. No faltaba tampoco un flamante piano de cola blanco. Era de su padre. Era el piano donde murió su padre dando su último concierto en una ópera parisina. Allí había pasado (quizá) los que serían los años más triunfantes e infelices de su vida: se enamoró de una cabaretera de un café francés ambientado en las vanguardias parisinas, terminó de componer su última ópera aunque nunca llegó a estrenarla y vio morir a su hermano instantes después de que interpretase la Elegía de Fauré. ¿Sería casualidad o todo estaba ya preconcebido? Quién sabe… Sucedió así y es inútil detenerse en los porqués.



Desde ese afecto paternal, Julián se sentía un ser mediocre. No llegaba a disfrutar de esa plenitud que le brindaba la música, la lectura, la contemplación de transeúntes ajenos. No sabía qué le faltaba a su vida, pero había de encontrarlo. Aquella tarde la pasó entera como un indeseado voyeur, contemplando cada uno de los movimientos de los cientos, miles de personas (quién sabe la cantidad exacta) que caminaban –más bien corrían- por las calles de su Barcelona natal. Quizá hubiera sido más fácil cerrar los ojos o volarse su magnífico cerebro de un disparo, pero no. Julián no podía hacer eso. El suicidio sería una opción demasiado fácil. No podía permitirse el lujo de irse de este mundo sin haber tocado con la punta de los dedos esa locura maravillosa que es el amor. Julián no podía dejar esta tierra que habitamos sin descubrir qué era eso que le faltaba a su vida. ¿Sería cuestión de una buena compañía? Ni él mismo podía atisbarlo, ni siquiera de soslayo.



Se complacía –o más bien se horrorizaba- vislumbrando el trajín de las gentes. ¿Estarían enfermos? Parecían anestesiados. Sí. Ellos sí que parecían anestesiados como ese caballo blanquísimo del que a Julián se le había venido una leve imagen anteriormente. Caminaban sin pausa, caminaban no ausentes de acelero, sin descanso y cercanos al tedio. Eran cómplices de esa abulia existencial que provoca la rutina. De esa sensación enojosa mezclada con el empalago de una vida mecanizada. Estaban inmersos en esa aversión que provoca ser un puro autómata.

-¡Autómatas! ¡Eso es! (se decía Julián –ahora sí- con un sentido de autocrítica mucho más lúcido).

Le hacía mucha gracia ver cómo una ejecutiva vestida de traje de chaqueta caminaba rápidamente subida en unos vertiginosos tacones de quince centímetros. Caminaba imparable hasta su lugar de trabajo. Iba arregladísima, guapísima, estupenda. Julián admiraba su capacidad para caminar a semejante velocidad con semejante calzado. Le parecía realmente admirable y vomitivo al mismo tiempo el modo de vida de aquella joven. Julián calculaba tendría unos veinte y pocos años. Era castaña, de ojos claros, de piel tersa. Maquilladísima, bellísima. A Julián le gustaría pintarla desnuda, hacerle un retrato análogo al que le había hecho a Mery, una joven prostituta que de vez en cuando venía a visitarlo. Mery sí que era dueña de una belleza sobrenatural. Si no fuera prostituta, muy probablemente Julián se hubiese enamorado de ella. Pero el destino nos encauza y nos dice qué hemos y qué no hemos de hacer, y Julián no podría enamorarse jamás de una prostituta. Su protocolo y normas morales se lo impedirían. Lo había pensado muchas veces. Son incontables las veces que Julián la había imaginado a su lado, como su pareja formal. ¡Quién sabe! Quizá como su esposa…

Aquella tarde/noche en el ático de la calle Arribau, Julián tuvo un sueño revelador. Le pareció haber encontrado el antídoto, la cura a tanta tragedia interior, a tanto sentimiento de mediocridad, de no-plenitud. Aquella noche descubrió la verdadera enfermedad del siglo XXI: “prisa por vivir”. ¡Sí! ¡Prisa por vivir!

Todo volvía a tener sentido. Se había dado cuenta de que somos nosotros mismos los que a cada paso nos vamos matando, aniquilando, destruyendo. Vamos forjando nuestro camino pero en realidad no sabemos que caminamos. Vivimos sometidos al trabajo, a las obligaciones, a la rutina. Vivimos sometidos a horarios, a un reloj, a una cierta metodología y resulta horrible vivir sometido a ese tipo de cosas. Julián en su ático nunca miraba el reloj. Aquel lugar parecía el lugar sin tiempo. No hacía falta saber la hora: pintaba cuando tenía algo que pintar, comía cuando tenía apetito para comer, reía cuando tenía ganas de reír, estudiaba cuando de veras sentía que debía estudiar… No había nada ni nadie que le dijera qué hacer, cómo hacerlo, cómo ejecutar una bellísima obra al piano. Era libre y era bellísimo sentirse libre. Julián experimentaba esa sensación mientras miraba por el ventanal de ese ático barcelonés. Había descubierto la enfermedad del siglo XXI, la enfermedad de la prisa. ¿Por qué negarnos a nosotros mismos esta derrota de almas que luchan contra relojes en el tiempo? Resulta absurdo seguir viviendo en esa entelequia que aniquila todo mundo interior.

Mientras pensaba todo eso se daba cuenta de lo muchísimo que echaba de menos a Mery. Hacía casi tres semanas que no sabía nada de ella, justo desde la última vez que vino a visitarlo. Julián recuerda ese último encuentro con gran lucidez. Ella estaba más bella que nunca. Vestida entera de cuero, se disponía a desnudarse: Julián le había prometido regalarle un retrato para su próximo cumpleaños. Así que Mery se fue desnudando lentamente. A medida que la joven se iba quitando la ropa, Julián sentía que el corazón le latía con más fuerza. Se sentía tan vivo que casi podía respirarla a ella también. Sentía que tenía oxígeno para los dos, que no se asfixiarían en esa galaxia rodeada de relojes acechantes que marcan la hora a cada instante.

Julián se quedó mirando largo rato el retrato de Mery: cada línea de su cuerpo era un abismo, un precipicio insondable, un despeñadero de ausencias. Era un retrato muy hermoso, pintado con tanto amor que los mismos trazos parecían finísimas hebras doradas de un lienzo de Velázquez. Julián seguía embobado y obcecado en su idea de transportarse al cuadro. ¿Qué mejor cosa que hacer? Nada mejor que dibujarse junto a ella en ese sutil retrato y amarla para siempre. Es curioso cómo los humanitos a veces tenemos que conformarnos con imaginarnos en un lienzo junto a la persona amada. ¿Tanta es la ausencia que devora nuestras almas? El pelo de Mery parecía una madeja de estrellas: era tan dorado que casi podría haberse confundido con los febriles rayos del sol. Su boca era de puro rojo, incandescente, ardiente en pasiones y hecha boca de labios carnosos, tan bellos que Julián se los besaría toda la noche, lentamente. Le diría al oído tantas cosas que de sólo pensarlo un tremendo escalofrío le recorría las entrañas. La sentía tan cerca que estar a escasos centímetros de ella era estar demasiado lejos, demasiado separados. Julián quería convertirse en país limítrofe a su carne. Decirle que las noches con ella son menos frías y que el cielo es más azul desde que mira sus ojos. Decirle, además, que esta vida es una rejodida hijaputez, un totum sin sentido, y que hay poquísimas cosas que valgan la pena, poquísimas cosas por las que merece la pena levantarse cada mañana y darle los buenos días a un sol que nos mira con descaro y que se burla de nosotros. Decirle que todos aquellos que están en la calle viviendo a contra reloj son unos tarados y que jamás comprenderán el verdadero sentido de la vida, que en el momento de su muerte –como en El Club de los Poetas Muertos-, descubrirán que no han vivido y que entonces no habrá retorno. Le encantaría –incluso- decirle que la quiere, y confesarle que su mayor ilusión sería vivir con ella, levantarse con ella en aquel ático de la calle Arribau y hacer el amor todas las mañanas mientras desayunan tostadas, bizcochos o zumo de pomelo, ¡qué más da! Decirle que (sin embargo) no puede confesarle todo eso porque en el fondo no es más que una puta barata acostumbrada a retozar con cualquier clase de tipejos y que él no puede aceptar su modelo social aunque en el fondo se le caiga el alma al suelo cada vez que imagina cómo cualquier depravado la está amando, besándola, recorriendo cada esquina de su cuerpo. Le gustaría decirle que sin ella la soledad no es lo mismo, que la soledad –sin ella- se ha vuelto una amante inoportuna que le quita color a los días más soleados. En ese instante sonó el timbre. Julián se asomó por la mirilla: era Mery. Guapísima, deliciosa, exuberante, como siempre. ¿Le diría todo lo que llevaba guardado en su cajón de la memoria, en la cárcel sin piel de la memoria, tatuado a fuego en su alma? ¿Acabaría ya esta pesadilla de caer en el tedio y en la mediocridad?

Nadie lo sabe. Era jueves y en el piano sonaba una bella canción.

Segundo premio de relato.
VIII Certamen nacional Ana María Aparicio Pardo.


Fotografías del acto de entrega de premios (2-10-2010):






















lunes, 18 de octubre de 2010

Catarsis de concierto de Sabina



«La culpa fue de la literatura,
que es un deporte de alto riesgo» (J. Sabina)

Era una noche cualquiera. Nadie hubiera esperado algo especial de ese cielo cabrón de ojos abiertos que miraba con rabia a la ciudad de Murcia. Claro, que faltaba un pequeño detalle, y es que el flaco nos iba a acompañar durante unas horas. Nos hizo sentirnos poetas en aquellas horas de concierto, y la luz se enfrentaba por momentos a esa tenue debilidad traidora que cercena la alegría. Se hizo esperar –como todo lo que de veras importa- pero llegó con su costilla rota a llenarnos de versos y canciones. No supimos que estábamos vivos hasta que la luz de su música penetró en nuestras pupilas, diciendo que esta vida es transitoria y no hay más. Nos contó con su labia de poeta callejero cuán culpables eran los libros de su salud. Él mismo afirmó en palabras que recuerdo con tamaña ternura que “la culpa fue de la literatura, que es un deporte de alto riesgo”, y es que el caer de esa escalera era otra bella metáfora que salía de su ser hecho éxtasis. No sé si habría bebido un whisky on the rocks (quizá varios), o más bien –antes del concierto- habría incitado a las musas preparándose ese tipo de cócteles tan de su gusto, o si en este caso su motivación sería la inspiración del humo y su halo de incertidumbre. El flaco nos recibió con dos noticias. Le brillaban los ojos, esos ojos pequeños surcados en los bordes por unas bellas arrugas de existir. La primera era triste, acordándose de la muerte de José Antonio Labordeta, que nos ha dejado; la segunda, feliz y grata, anunciándonos que ya tenemos premio Nobel de literatura, que Mario Vargas Llosa es el príncipe de las letras, pero a su vez, advirtiéndonos sobre los peligros de los libros, sobre los riesgos de de la literatura (que los tiene). Así pasaban los minutos (luego las horas) entre risas, y tres generaciones se daban cita en aquel espectáculo ingrávido de la música. Vestido de frac y con su ya mítico bombín, nos desvelaba secretos que no aparecen en los libros ni en la televisión. Nos iba inyectando en el alma ese letal veneno de la vida, de la vida de un sexagenario que ha besado la miel del pecado y ha escalado montañas hasta llegar a las cimas de la ebriedad. Con su vida bohemia, con rota y desquebrajada voz, con su no sé qué y su qué se yo, me hizo emocionarme, a mí y a muchos otros, que yo miraba sus caras y veía impreso en sus rostros ese gesto amable del sentirse complacido. Con el cigarro temblándole en los labios, con su ese teclado mellado del acordeón, con esa música que parece que se ha hecho madura con el paso del tiempo, que no ha envejecido y que nunca lo hará porque sigue viva, que pervive, pues la música también es una forma de inmortalidad. Eso me enseñó Sabina, que la música es una forma de inmortalidad, no sé si más noble que la literatura pero sí al menos lo es tanto como esta última. Poco más, bueno sí, que gracias por existir y por hacer en mí un poco de catarsis. Me llevo en la memoria el recuerdo de esta noche, el recuerdo de ese cielo nigérrimo de la noche de ojos abiertos, y el recuerdo de la leve intensidad de las luces del alba. Ya estará amaneciendo, es probable que ya se pueda atisbar en el cielo el resplandor de claridades primeras. No sé si algún día tendrás conciencia del sentimiento que infundes en la vida de mucha gente (quizá ya te hayas dado cuenta). No sé si escribo porque te admiro o porque sé que nunca te dejaré de admirar (quizá por sendas cosas). Poco importa ya. La luz me pide descanso, pero es bonito ver amanecer. Es bellísimo ver amanecer después de esta catarsis, dormirse despacio mientras el ruido irrumpe en las ciudades, desgarrando las entrañas de la tierra. No sé si esto será una despedida, o sólo el comienzo de una eterna mostración. En esta noche cualquiera de cuyo cielo quisiera acordarme, itero mi agradecimiento. No sé si a las musas por lo que te dan cada noche entre suaves desvelos, o a ti… por ser respuesta entre mundos sedientos de palabra. Sólo un deseo y una petición: que seas feliz y sigas escribiendo.

Ojalá volviera a verte…

jueves, 2 de septiembre de 2010

Septiembre y otras lluvias


La diafanidad de septiembre siempre me recordó a un solo de chelo bien ejecutado en una orquesta. Será que todo lo asociamos. Y se parece mucho, también, a la lluvia de un desierto, con su claridad tibia y leve como un sol rojo, de ardientes rayos, pero muy suave. A veces pienso en septiembre y paladeo la palabra septiembre mientras mi estómago elabora arpegios de loca intriga, y en algún recoveco de mi alma se derrite una flor. Porque septiembre equivale a días más cortos y tristes, a luces de otros tonos más lóbregos. Junto a un quinqué podría escribir cuarenta palabras con un perfume viejo y un adiós. Escribir, por ejemplo, la palabra “advenimiento” o “rutina”, porque septiembre es eso a veces: advenimiento de la rutina. Un recomenzarse en hábitos y relojes. Hablo de los días de un septiembre cargado de una lluvia sempiterna y amoral, de un septiembre contemplado desde la Plaza de Santo Domingo, mientras imagino que pasa un niño montado en bicicleta (ya no pasan niños montados en bicicleta) y avisto a las palomas, a aquellas palomas que se contentan con las migajas con que unos y otros las abastecen. Nunca antes había contemplado la Plaza de Santo Domingo en septiembre. Nunca antes había sentido ese calor vacío de septiembre en Murcia, ese calor reconfortante que se ve menguado por el aire quieto manso que azota los toldos de los restaurantes y cafés, de aquellos lugares donde la gente escribe en cajones pensamientos secretos. Sí, alguien me contó que existe en Murcia un café donde la gente escribe todo tipo de cosas en pequeños papeles que depositan en cajones de madera oscura, papeles que luego encuentra otro y los lee a la salida de clase en la Universidad o una tarde mientras bebe una cerveza con un compañero y fuma un Golden Virginia Yellow. Ese tipo de cosas gustan muchísimo a los estudiantes, y a mí me fascinó toda esta historia de los cajones, porque yo imagino historias fantásticas y terribles que emanan de las palabras escritas en esas hojas. Serán palabras bohemias y catárticas que al leerlas curarán un poco de la soledad de septiembre. Nunca he entrado a aquel café de los cajones en que la gente escribe por miedo a encontrar algo. Pero algún día entraré. Y muy pronto, lo prometo. Entraré con alguien que quiera acompañarme y pediré algo para beber y, mientras escucho la música purgante de Philips Glass o el ambiental tango de Roxane, escribiré alguna nadería y la introduciré en el cajón. También leeré cosas de otra gente, imaginando cómo serán sus vidas, cuándo habrán escrito eso y por qué. Inventaré cada uno de sus rostros, con sus facciones delineadas, y de esa experiencia ilusoria, dotaré de vida a nuevas personalidades en el mundo. Compararé las distintas caligrafías, los distintos mensajes como para encontrar un nuevo sentido a todo esto que nos pasa y que no concebimos más que como una masa multiforme pero abstracta, si cabe más real por invisible. Y luego, cuando haya leído cada una de las misivas sin destinatario, las guardaré en sus correspondientes cajones y, junto a ellas, guardaré también mi mensaje, mis palabras para el mundo, mi billete hecho sílabas de angustia y esperanza. En todo esto pienso desde la Plaza de Santo Domingo, mientras doy de comer a las palomas e imagino a un niño montando en bicicleta. Así redimo un poco este advenimiento de rutina que es septiembre, ese mes hecho días y horas y minutos y segundos, ese mes con hilvanes de sueño y costuras de tiempo intransitivo, ese mes de carne trémula y gastada, ese mes que se parece demasiado al barrido cetrino que proyecta la luz sobre una hilera de farolas. Eso es septiembre, sólo eso, un despertar de lo viejo en el corazón de los jóvenes, contemplar Santo Domingo a las ocho de la mañana y a las dos de la tarde, al salir de la Universidad, a las tres de la mañana o a cualquier otra hora que ofrezca ese brillo azul de los días sin tiempo, de aquellos días sucesorios, mortales y tristes como la luz provisional de la tarde. Y nada de eso es la lluvia, pero tampoco importa en demasía. Mi corazón es ahora un soldadito de pelo rubio que hace crucigramas en la noche; y la vida -¡ay, la vida!-, la vida es una alfombra blanca empapada de flores donde me precipito a mirar las nubes, de noche, mientras paladeo la palabra septiembre e imagino los bancos de Santo Domingo o el olor del pan recién horneado en una exorbitante tahona, y me reinvento en días y horas y minutos y segundos. Y nada, nada de eso es el tiempo.

domingo, 25 de julio de 2010

La inocencia no salva


Cuando veo a un niño pasear por calles angostas, o atisbo a un joven escrutando su existencia sola, o imagino el sabor tan dulce del azúcar, o la luz oscura de la tarde, es entonces cuando sé que la inocencia no salva.
Permanecemos en la vigilia adorando la carne virgen de las niñas o el color azul de unos ojos vivos, pero no. No sabemos exactamente de qué redime la inocencia, si es que redime de algo. Una vez alguien me contó que la inocencia es el mejor pretexto para eludir la culpa, pero no creo que sea exactamente eso. Nietzsche estaría de acuerdo, al igual que Samuel Beckett en “Esperando a Godot”, porque qué si no podría ser la inocencia. Mi amiga Ele se ríe mucho cuando le hablo de la obra de Beckett y dice que ese teatro del absurdo no sirve sino para crear más interrogantes de los que ya existen. A Silu tampoco le gusta: no pudo leer más de tres páginas seguidas, pero eso tampoco importa.

Cualesquiera que sean sus posibles acepciones, yo creo que la inocencia es algo ignoto, que ni se crea ni se destruye: sólo se transforma. Por eso estamos vivos: porque existe. Y quién pudiera salvarse y salvarla también a ella, pero no. La inocencia no salva, ni cura del espanto; la inocencia sólo es un refugio, una morada para los sueños y para todo lo que sentimos. No más.
Si ella no existiera, moriríamos de a poco, sería como vivir desmemoriados, llegaría un momento en que caeríamos en la cárcel sin piel de la conciencia. Pero nos queda la inocencia, no sabemos para qué ni por qué. Pero nos queda una inocencia sin edad que atañe a niños y a jóvenes y a adultos y a ancianos.

Porque es necesario que nunca llegue el fin de la inocencia, que es como una voz en off resguardada en nuestra cabecita. Y el sol también desprende un haz de luz mayor bañado de inocencia, y la vida se esculpe en materiales sobrios bañada de inocencia, y –también- el amor queda elevado a una categoría superior bañado de inocencia, porque el agua de la inocencia sí que redime. No es tanto la redención de la inocencia en sí misma como los pequeños placeres que nos despierta. La inocencia pasea por ríos de aguas diáfanas, por lugares lejanos donde no hay tiempo ni distancia, la inocencia (también) es la magia de la lluvia fina que cae en verano y nos purifica en pequeñas dosis. Y ya no sé, si alguien me preguntase por ella, lo que diría. Quizá diría que es una cajita diminuta que custodiamos en el alma para no morir cada día un poco, quizá diría que es una personita intangible que vela por nosotros y nos resguarda de las atrocidades del siglo XXI, quizá diría que es un semidios que nos hizo más humanos al tiempo que más felices. Eso sí, nunca hablaría del poder redentor de la inocencia: no lo tiene. Ya bien lo dijo Antonio Gala en uno de sus versos: “La inocencia no salva. / Nada salva cuando se ausenta la hermosura”. Pero cuando recordamos, cuando miramos las manos de un anciano, nos damos cuenta de que permanece la inocencia, se transfigura y se convierte en rito de inmortalidad. Y sé qué quizá mi voz atribulada esté osando al hablar de la inocencia y al darle un atributo de inmortalidad (puede que ni siquiera lo tenga). Pero yo quiero escribir no tanto lo que estrictamente ya es y tiene existencia, cuanto lo que podría ser y lo que me gustaría que fuese. Por eso, en esta tarde de verano (no sé si de un verano con o sin inocencia) me interrogo sobre algo que creo que nos atañe a todos.

Hablo de inocencia de niños, de jóvenes, de adultos y de ancianos; hablo de esa inocencia que no se encuentra en la cola de comprar el pan ni se puede obtener en el mercado de la plaza del pueblo. Precisamente, lo bello de la inocencia es que nos viene dada y depende sólo de nosotros que no la perdamos. En la tele se oye mucho hablar de la pérdida de la inocencia. Llegan hasta mis oídos frases análogas a las siguientes: “He perdido la inocencia”, “No seas inocente”, “dónde estará mi inocencia”, y todas ellas me producen un sentimiento de repulsión y rechazo mezclados.

La inocencia nunca se pierde, seres octogenarios gozan de ella y se ven redimidos por su halo inmenso. Es probable que no salve de nada, pero la vida sin inocencia sería una tragedia. Y admiro a quienes no la han perdido aún y a quienes -ya octogenarios- siguen sin perderla, pues la inocencia es un tesoro que nos mantiene vivos, jóvenes, que mantiene nuestro corazón puro para (quién sabe) alcanzar la felicidad algún día, ese tipo de felicidad que no es encuentra en la prensa rosa, ni en el informativo de las dos, ni en los partidos de jockey, sino en la belleza infinita del aire que nos azota en la cara en una mañana en que hace mucho frío, en la fotografía perenne de un anciano o en la cordialidad serena de un abrazo.

No sé el porqué de todo esto, pero no pararé hasta averiguarlo. Mientras tanto la inocencia me guiña un ojo y me baña con el agua pura de tierra.

viernes, 2 de abril de 2010

El fin del mundo



El fin del mundo es el dolor que se mece dormido a las puertas de un sanatorio, es el dolor de las calles mojadas de domingo por la tarde, es la tristeza de los viejos y la prisa de los jóvenes. El fin del mundo es el hastío que camina dando tumbos de un lado a otro, que recorre ciudades mientras se besan los infieles, y el placer escapa, y esta vez se escurre entre los dedos. El fin del mundo llega con esa palabra fingida, es el aborto de una función de teatro, es el sinsentido de un cuadro impresionista visto desde muy cerca. El fin del mundo es la terrible soledad que asola los tejados, que herrumbra las calles y se deshace en abrazos de frío. El fin del mundo es ese parque lleno de botellas de vodka vacías, y de Martini, tiradas por el suelo, como si fueran a recogerse solas: las de ayer, las de hoy, las de mañana. El fin del mundo es ese niño rubio que mira la tele, es ese niño rubio drogado de ordenador, es ese niño rubio que ya ni siquiera es niño y ya ni siquiera es rubio. El fin del mundo son los ojos que lloran, son las bocas que callan, son las mentes que olvidan. El fin del mundo llegó desde la primera edición de gran hermano, desde ese terrible ojo que todo lo dominaba, que no atisbaba nubes en su fondo. Y no era precisamente ese ojo surrealista de René Magritte, no. Era otro tipo de ojo de mirada inquisidora. El fin del mundo es ese devastador invierno de suicidios y adioses, es ese cementerio de besos que se derrite en la otra orilla. El fin del mundo es el sabor nauseabundo de palabras de tú a tú, sabor de palabras de gente que jamás ha oído hablar del haiku, como si eso importara más que un cenicero lleno de colillas, o una flor deshojada, o de una sopa de cucarachas de colores. Nadie se atrevería a afirmar que existe esa sopa, ¡una sopa de cucarachas de colores! Nadie se atreve a afirmar que el fin del mundo ha llegado. Ha llegado: llegó. Nadie se dio cuenta.


Un niño rubio sorbe con prisa una sopa de cucarachas de colores con sabor a nunca más.