viernes, 31 de julio de 2009

Palabras para el tiempo que nos queda.





“Somos el tiempo que nos queda”

J.M. Caballero Bonald


No trates de matar el tiempo. Es terrible como él solo nos impide provocar su muerte, terrible notar como poco a poco que el alma va encontrando su camino, ese camino donde apenas nadie sabe seguir de frente sin torceduras. No trates de aniquilarlo, de que te pase sin que te viva, de que te pase de largo y no regrese sino para decir adiós. No trates, tampoco, de seguirlo mientras él te huye como huye la vida dando paso al exterminio. La guitarra seguirá sonando igual, seguirá vibrando en este cuarto pequeño y oscuro donde apenas me atrevo a decirte que no trates de matar el tiempo. Tampoco se perderá esa última gota de aliento: gota de existencia de clon microscópico. Las luces siguen siendo luces a pesar de las terribles sombras que nos ahogan, por entero, en la esencia misma del tiempo que nos huye. Por éso, cuando te miro a los ojos y los veo esquivando las esquinas crueles de los relojes, siento algo que quizá debería llamarse miedo, terror o ira. Cada uno escribe las páginas a su modo. No es bueno ni malo, sólo son modos, igual que unos ríen y otros lloran; y así todo en su ciclo de lámpara inconclusa. No importa que nada más exista, tampoco la existencia nos ayuda más que a sobrevivir. No importa que las noches sean más frías, como en Diciembre, o que ya no te emocione esa letra de canción de algún cantautor que admiraste hace un par de noches. Nada de éso importa. Deja que la guitarra suene. Déjame, por un momento, que sea esa guitarra eléctrica que me enseñó a vivir, la que ponga punto y final a la historia, como un conato de ausencia, de soledad, de alejamiento. Deja que por un momento, el tiempo nos escuche en la distancia, el tiempo venere nuestros ojos, que fueron los mismos ojos que vieron esa guitarra que sigue vibrando en este cuarto pequeño y oscuro donde apenas me atrevo a decirte que no trates de matar el tiempo. Él se mata sólo, y nos mata. Por ahora, víveme.

miércoles, 15 de julio de 2009

Homenaje hernandiano




Hay dos tipos de poetas: los sencillos y los que no son poetas. A los primeros no les hace falta mostrarse como tal, porque llevan la creación artística recogida en su esencia, porque no necesitan hacerse notar pues ya su obra habla por sí misma y los induce a moradas abrigadas en núcleo dorado. Los sencillos no necesitan decir “Yo soy poeta”, no necesitan halagos ni amagos de pleitesía. No buscan la gloria, la fama o el reconocimiento. Simplemente persiguen y consiguen la satisfacción por el trabajo, la plenitud por el trabajo, el trabajo por el trabajo. Escribir versos es más que una profesión para ellos. Es un modo de vivir, el modo en que sus ojos conciben la realidad que les circunda. En cambio, los segundos –los que no son poetas- necesitan realizar todo tipo de esfuerzos para hacerse notar, para obtener un reconocimiento vacuo que sólo se sustenta en la apariencia, en la fama que puedan alcanzar con respecto a sus semejantes. Escribir para ellos es casi una obligación pero en sentido demagógico. Se transmuta en una actividad de realización completamente obligatoria que no satisface sino que esclaviza pues tiene un carácter teleológico: el mero reconocimiento y la aceptación y alabanzas y oratorias de la gente.




Pues bien, dentro de los sencillos, entraría la figura indiscutible de Miguel Hernández, el poeta oriolano, mártir por la libertad, arraigado en el pueblo, desvivido por la gente, por salvar la carne de ese niño yuntero esclavizado, por redimir la angustia de sus seres queridos y, simplemente, por redimir la suya propia y, también la nuestra, la de aquellos lectores que buscan algo así como la salvación en el mundo terrenal que habitamos por medio de sus versos duros pero veraces que desplazan la mirada hacia sendas desconocidas que incitan a la reflexión.



Miguel Hernández, el arquetipo máximo que demuestra que cuando hay ilusión y talento de por medio no hace falta una gran formación; el que nos hizo saber que aún en unas condiciones desfavorables se pueden escribir versos; el que venció a la muerte mediante la palabra; el que nos enseñó a enamorarnos con su sencillez; el que nos llamó a la lucha, a la libertad y sobre todo, el que me enseñó que a veces la poesía no brota de la inteligencia sino desde la hondonada más recóndita del corazón.



Pues bien, yo conocí la poesía del Miguel Hernández de pura casualidad. Un día remoto, no sé ni siquiera cuando. Un día que estaba ojeando los libros que tenía por casa; y lo encontré. Encontré un libro de poemas de amor donde se leía en letras doradas su nombre: “Miguel Hernández”. Entonces lo cogí y lo estreché en mis brazos pues el libro me llamaba (a veces los libros me hablan y no estoy loca). Entonces encontré gran variedad de sonetos hermosos, las nanas de la cebolla, la canción del esposo soldado y, un poema que me llamó la atención de una forma especial: “Antes del odio”.


Lo leí despacio, muy despacio y me marcó. Porque ese poema no es como muchos otros poemas que lees una vez y cuando decides volverlo a leer ya no suena igual, ya no dice lo mismo –hay cosas y en este caso poemas que cuando se releen cambian por completo, ya no llenan, ya no trasmiten esa fuente de sentimientos que nos produjo la vez anterior-. Pero “Antes del odio” era diferente, su gran hondura, su desnudez poética, su sencillez y claridad me fascinó. Expresaba exactamente cómo yo me sentía. Esa mezcla de sentimientos ensombrecidos por los besos y la ausencia, miles de sombras vagando, el canto de un pájaro sin remisión, golondrinas en el aire, y la libertad de colofón me cautivó por completo. Lo leí tantas veces que me lo aprendí de memoria. Yo tendría 12 años más o menos y ningún otro poeta había conseguido enamorarme hasta el momento tanto como Miguel Hernández. Luego seguí leyendo a Pedro Salinas, Neruda e incluso a Cernuda (mi poeta predilecto) pero la figura del poeta orcelitano seguía grabada a fuego en mi interior.


De vez en cuando cogía ese libro y leía algún soneto, algún poema al azar y siempre disfrutaba. Cuando crecí algo más encontré una Antología suya que hasta entonces desconocía. También me dispuse a leerla. Desde ese momento Miguel Hernández era una de esas personas a la que amaba por el legado que había dejado inscrito con su obra. Archivé su nombre y lo guardé en mi pequeño cajón de palabras no perdidas. Y el tiempo pasó –como pasa siempre- hasta que en mi promoción de Segundo de Bachillerato descubrí que lo habían incluido como uno de los tres autores a estudiar en la asignatura de Lengua y Literatura. Mi emoción era entonces aún mayor. Aumentaba por segundos y sólo esperaba el momento en que tocaba esa clase de Literatura para escuchar su nombre o el de alguno de sus poemas.
Fue un curso apasionante. Poder compartir mi pasión por la poesía, fue algo que adoro haber vivido, como se adora la luz del amanecer que irrumpe oblicua por la ventana.

Entonces otra nueva idea rondaba por mi cabeza: componer una canción con la letra de ese poema del que he hablado “Antes del odio”. No fue un trabajo fácil y sinceramente no sé cómo ha quedado al final. Sólo sé que cada vez que mis manos se posan sobre las teclas del piano es como si por un instante pudiera volar y bailar entre las letras de sus versos. Cuando mi voz entona sus palabras es como si Miguel Hernández me mirase con ternura y se sintiera orgulloso de lo que hizo durante su vida, de que todavía haya alguien que disfrute con su obra. Yo lo hago, sin duda.
Y que me perdone Miguel Hernández por mi obra, del mismo modo que el maestro Mateo pide perdón por su labor artística en el Pórtico de la gloria en Santiago de Compostela. Lo hago con toda la humildad que existe, con toda la sencillez y el respeto que dirijo a su persona, pues aún su poesía me sigue alumbrando como un día y a día de hoy –a casi cien años de su nacimiento- lo hacen sus ojos y los de su hijo muerto.





Enlace a la canción surgida del poema "Antes del odio" :

http://www.youtube.com/watch?v=F-_5-w0t6qQ





miércoles, 1 de julio de 2009

La última Vigilia.






Era una tarde de frío invernal en Diciembre. Hacía mucho viento pero la gente seguía danzando por las calles y todos sonreían. En el cielo había muchas estrellas que dormían cegadas de luz, mecidas bajo la sombra del crepúsculo y seguía haciendo frío mientras el primogénito de la familia Villanueva miraba tras el cristal de su ático. Marcos miraba casi asustado y muy asombrado, temiendo que pudiera cumplirse su extraño vaticinio. Miraba a ningún punto, a ninguna parte, con la vista perdida y los ojos llorosos. Los ojos sangrantes que casi buceaban en el mar del delirio. Nunca se vio en la ciudad rostro tan sórdido y triste. Marcos Villanueva parecía un espectro vagando por algún recodo de su corazón somnoliento, cómplice de una fiebre abismal que forzada por la brutalidad del viento, era capaz de arrancar las ventanas y los quicios de las puertas.
Parecía un huracán de insoslayable destino pues en sus manos se podía ver la falta de templanza: manos temblorosas, delirantes, inseguras. Era la falta de templanza que anunciaba la posibilidad de que un hecho irrevocable fuese capaz de devorar los sueños del joven. Vivía inmerso en un estado de locura incurable sin tedio, sustentada en emociones nostálgicas casi delirantes.
Seguía haciendo mucho frío y Marcos continuaba atisbando la ciudad con sus ojos abiertos como platos que casi se le salían de las órbitas. Divisaba la misma ciudad que la gente dejaba atrás con sus pasos. Mientras tanto, el joven Villanueva permanecía en silencio tratando de escuchar el eco insondable provocado por los rudos golpes de su corazón. En un impulso casi forzado –un estrago del ego- volvió la vista atrás para observar a su esposa postrada en una cama: dormida, yerma y silente, aunque preñada de ternura. La observaba y trataba de perfilar en su rostro desorbitado una sonrisa sencilla semejando la media luna que se divisaba en lo alto del cielo. Nora era bella, muy bella y provocaba tal ternura que Marcos sintió unos deseos irrefrenables de abrazarla. Sin embargo, prefirió dejarla descansar y no molestarla. Desde hace algo más de un año a Nora le habían detectado que tenía leucemia. Desde ese día cambió su vida y la de su esposo y ambos se vieron inmersos en una vorágine sin regreso, en un túnel de cuando no hay más sueños y todo se derrumba como castillos de arena ante la imposibilidad de cambiar un destino trágico, de transmutar una circunstancia nada propicia.
Nora se aferró a la tristeza. En su alma sólo había notas tristes venidas del piano de cola que tocaba su esposo. Se postró de una forma irremediable en el vacío de la cama, en la soledad de unas sábanas frías con olor a lodo. Desde ese día vivió consternada a su destino implacable, irreversible. Se aferró de tal modo que lloraba hasta mojar el suave almohadón de plumas donde dejaba reposar su cabeza, donde se aislaba en sueños en un estado alucinatorio y de pleno desvarío. Era el éxtasis de una locura causada por el impacto de la noticia de su enfermedad.
Fue perdiendo las inagotables fuerzas que mostró en otro tiempo y casi se enterró en vida. Su tez palideció y sonreía de forma forzada, sólo para complacer a su esposo ante el gran esfuerzo que estaba haciendo por ella. Si acaso lo único que conseguía hacerla volar y elevarla hasta cotas inimaginables, eran los preludios que Marcos interpretaba al piano con una sutileza indescifrable. Sus manos parecían las de un ángel. Era realmente estremecedor verle posar sus delicadas manos sobre las teclas biseladas del piano.
Nora lloraba a escondidas desde el tálamo que en otro tiempo encendió en pasión sus almas intermitentes. Lloraba acaso de la felicidad de escuchar a su esposo disfrutando de su mayor pasión: la música. Era bello verla llorar de semejante alegría y júbilo al tiempo que era fabuloso soñar con las melodías cadenciosas provenientes del gran piano de cola de Marcos Villanueva.
Fueron tiempos de encuentro y desolación donde las lágrimas brotaron como lluvia fina sobre el lecho de la yerma Nora, que a pesar de su enfermedad seguía bellísima y lucía un rostro terso y vivo, un semblante amable y cargado de fuerza.
Pero ahora Marcos aún postrado en el gran ventanal de su ático, seguía mirando a Nora hasta que la nostalgia de una lágrima le hizo recordar el sueño de la noche anterior: Era un sueño lúgubre que acontecía en un espacio oscuro y tétrico. Todo era noctívago al tiempo que Marcos atisbó a su esposa. Estaba dormida y permanecía tumbada boca arriba con las manos sobre el regazo. Parecía tranquila pero su rostro cada vez se tornaba más lívido hasta que Marcos se acercó a ella y descubrió que no tenía pulso. Parecía un espectro tintineante en el tiempo, devorador de todo lo caduco. Marcos lloró mucho, la abrazó fuerte y tendió sus brazos abiertos sobre el cuerpo sin vida de su esposa. El joven Villanueva intentaba seguir recordando pero las imágenes de aquel hecho soñado se desvanecían cada vez con una fuerza mayor, hasta el punto que perdió por completo el lugar donde estaba aconteciendo la muerte soñada y anunciada de su esposa.
Sin duda era un hecho premonitorio aunque Marcos deseaba que fuera un simple sueño delusorio, engañoso y ficticio. A pesar del fundamento vacuo del sueño, el joven Villanueva creía con firmeza en el poder de sus sueños. Lo creyó desde que con tan sólo once años mantuvo una conversación premonitoria con su difunto abuelo: Gerineldo Villanueva. Ambos hablaron en varias ocasiones de la fuerza de los sueños y de la posibilidad – o no- de cambiar el destino. Gerineldo Villanueva tenía un poder asombroso para el arte de la alquimia y para él la crisopeya podía ser aplicable a cualquier tipo de situaciones. Una tarde de un verano muy tórrido, Gerineldo Villanueva llevó a su nieto a un pequeño taller donde trabajaba los metales, y le hizo una magnífica demostración de sus cualidades innatas para el tratamiento y la transmutación de todo tipo de minerales. Sus facultades para la alquimia eran incuestionables, pero además tenía un tino especial para el arte de la adivinación. Era un hombre obstinado, amante de jugar damas chinas e incluso disfrutaba conversando con su nieto de temas esotéricos. La extravagancia de Gerineldo llegaba hasta extremos insospechados e hizo mella en la psique de su nieto Marcos. El joven, por el contrario, nunca creyó mucho en las elucubraciones de su abuelo, al que incluso llegó a tomar por loco en más de una ocasión. Sin embargo, el jovencito de la estirpe de los Villanueva cambió de idea el día en que soñó que Margarita –su compañera de pupitre- iba a tener un accidente. Marcos al principio no hizo demasiado caso de su extraño sueño hasta el día en que la joven Margarita fue atropellada en una de las calles anexas de su barrio. El Villanueva comenzó a preocuparse y su angustia aumentó de una forma desmedida el día en que soñó que Clara –su profesora de botánica- se iba a ir a vivir al extranjero y semanas después sucedió. Incluso soñó que sus padres le iban a regalar un gato abisinio para su próximo cumpleaños. Cuando en el doce cumpleaños del pequeño Villanueva sus padres aparecieron con un felino, Marcos temió por el poder premonitorio de sus sueños.
Desde aquel día, el nieto del difunto Gerineldo, maestro de la alquimia, entendió que debía aceptar de forma irrefutable la solidez de sus propias ensoñaciones, ya que no podían existir tantas casualidades juntas para explicar un destino ataviado en presagios que se cimentaban sobre hechos soñados.
Aquella tarde, Marcos Villanueva lloró mucho contemplando la ciudad tras el enorme ventanal empañado por una lluvia melancólica que trataba de redimir de algún modo la soledad de esta tarde.
La bella Nora seguía dormida. Marcos se acercó y la tapó con una sutileza casi mística. Le echó una sábana y le dio un beso –quizá sería el último-. Salió del cuarto de su esposa y se apresuró hasta la pianola. Cayó desplomado ante el candor lóbrego que en la calle ofrecía la noche y sus inmensidades. El cielo era oscuridad y casi no había estrellas en la profundidad de la noche –quizá sería la última noche-. Una vez sentado al frente del piano, trató de componer una melodía para venerar a su esposa. Quería escribir la elegía más bella que se hubiese compuesto jamás. Seguía con ingenio probando cada acorde, atinando con la mayor profundidad posible hasta en la última nota. Se acordó de la “Elegía” de Fauré y trató de hacer algo tan digno como esa pieza. No fue un trabajo fácil pero Marcos, infatigable, trabajó toda la noche al piano, tratando de plasmar la belleza en un sentido único hacia lo absoluto. Los primeros rayos del alba penetraban por el cristalino ventanal con una levedad atenuada, reflejando su candor en las vetas de madera pulida del piano. Marcos casi había terminado y apuró las últimas notas hasta que al fin logró concluir su pieza elegíaca. Sólo faltaba ponerle título, elegir un título digno de tanto esfuerzo entremezclado con sentimientos estremecedores. Tras pensarlo con calma durante un rato decidió el siguiente: La última vigilia.
Quizá esa fuera la última noche velando a su esposa, embriagado por el sopor de la somnolencia noctívaga y el vapor humedecido de la lluvia en las calles. Marcos había preparado esta pieza para regalársela a su esposa en su funeral. No obstante, antes debía comprobar que la fatalidad de su presagio se había cumplido sin ningún contratiempo, tal como lo atisbó en su sueño. Avanzó hasta la habitación de su esposa con un miedo que lo hacía temblar de una forma terrible. Era un miedo frígido que lo envolvía en un delirio exterminador y así avanzaba empapado en sudor, escuchando en su corazón acelerado unos latidos pidiendo auxilio. Sin esperar más, abrió la puerta del dormitorio y encontró a su esposa tal como la dejó la noche anterior: continuaba tapada con la sábana, las manos en el regazo, el rostro tranquilo… Se acercó unos pasos y la tocó. Posó una mano en su mejilla y comenzó a llorar. Su llanto era tan desaforado que incluso le mojó el camisón. Entonces a Marcos le pareció que su esposa se movía levemente y así fue. Nora abrió los ojos ante la lágrima salada que rodó por su ropa. Entonces Nora también comenzó a llorar con alegría y rabia revueltas. Se abrazaron con la misma pasión desatada en otros tiempos en aquel lecho sosegado. Marcos lloraba asombrado del misterio, tratando de entender que a veces la fuerza interior puede más que cualquier vaticinio. Se dio cuenta de que cada uno de los mortales va escribiendo su destino y es dueño de todo lo que en él acontece.
Un rato después, cuando las lágrimas ya se habían calmado y habían cesado de sus ojos; le enseñó a su esposa la elegía que le había compuesto aquella noche. Nora volvió a llorar de pasión y se sintió emocionada y así; el joven Villanueva se dio cuenta de que era un experto alquimista en los sueños, capaz de transmutarlos hasta un sentido de absoluta perfección.
Aquella noche Marcos había rescatado del Leteo su más bello tesoro, su más sublime obra de arte: la última vigilia. Había vuelto a ver la luz con la claridad de siempre, volvió a ilusionarse por la vida y al mirar a su esposa sintió que no estaba solo y que la seguiría velando todas las noches que hicieran falta durante el resto de su vida. La velaría como un alquimista que mira la luna no porque sea la luna, sino porque está suspendida en lo alto del cielo.
(Primer premio del Certámen de Literatura infantil y Juvenil "Encarnación Martínez Barberán" del centro Samaniego de Alcantarilla)








Relectura de "La última vigilia" realizada en la entrega de premios del Certamen:


Buenas tardes, estoy enormemente orgullosa de estar aquí con ustedes.


A continuación voy a hablar un poco acerca de dónde surge mi afición por la literatura.

Pues bien, siempre que escribo lo hago por necesidad, y esa necesidad surgen en mí por el deseo de cambiar la realidad, de descubrir mundos nuevos abiertos a la imaginación, de plasmar a través de mis relatos y poemas presagios y utopías, pero también realidades que quieren ser mejoradas.

Es cierto que estamos inmersos en una sociedad de consumismo, de alcohol, de falsedad donde todo está infravalorado. Es verdad que echo de menos una sociedad donde se le dé más importancia a un poema de Cernuda, a la sensibilidad de la música y, en definitiva, a valores ya perdidos, como la belleza de las cosas más sublimes.

Partiendo de esa necesidad que surge en mí, hay momentos en que tiembla algo en las profundidades de las galerías de mi alma y necesito irremediablemente escribir.

Lo que inspira mis temas son la lectura de un libro, la observación de algún hecho, la conversación con un amigo pero sobre todo, mis ganas de cambiar la realidad y de proyectar una visión nueva a la sociedad.


Entonces en este relato que surgió casi de forma espontánea, he intentado plasmar cómo el personaje principal, Marcos Villanueva, en un momento tan dramático como la muerte de su esposa, recurre a componer una elegía para intentar cambiar el destino ya anunciado en un sueño.

Desde ese momento planteo en la historia numerosos interrogantes:
¿Qué poder tienen los sueños?
¿Los sueños se cumplen o sólo son meros sueños?
¿realmente existe un destino premeditado o somos nosotros quienes escribimos cada uno el nuestro?
¿el ser humano tiene algún poder para cambiar su destino?

Así, de estos ciertos interrogantes surge “La última vigilia” desde que Marcos recurre al arte de la alquimia, que tiene el poder de transmutar lo mundano en algo grácil y espiritual.
La primera vez que oí hablar de la alquimia, fue cuando tuve el gusto de leer “Cien años de Soledad” de García Márquez, desde ese momento empezó mi interés por la alquimia y creí oportuno aplicarlo a este relato en el que la fuerza y el poder de los sueños a veces prevalece sobre la verdadera realidad.

De modo paralelo, Marcos trabaja con esmero toda la noche para realizar la obra, hasta que al despuntar el alba consigue terminar su pieza. Es entonces cuando descubre que Nora no ha muerto, que Nora sigue viva y que le sonríe. Con todo, Marcos entiende que se debe confiar en el poder de los sueños, porque el destino se puede cambiar, porque cada uno de nosotros escribimos nuestro destino y somos los únicos dueños de nuestra vida.

Y no podría terminar con palabras mías, prefiero dejárselas al poeta y, en esta ocasión esa responsabilidad recae en versos de uno de los grandes: Víctor Hugo.


“El alma tiene ilusiones como el pájaro alas.
Eso es lo que la sostiene”.


Muchas Gracias.





El parque de los sueños





Albores de lluvia seca
Se mezclan llenos de encanto
Colgados de un mar de estrellas
Cogidos de un lazo blanco.

Los niños del parque triste,
Juegan a contar las nubes
Con sonrisas de delfines
Y resplandores azules.

Sirenas de un mar lejano
Se peinan junto a la luna
Con sus cabellos dorados
Ciñen mil nubes de espuma.

En el parque de los sueños
Veo el susurro del barro
Las sonrisas de los niños
El pesar de los ancianos.

Grandes sueños que hoy se rompen
Viendo desdichas del mundo
Con fusiles que taladran
El alma de un vagabundo.

Vagabundo de deseos
De un corazón ya perdido
Que busca huir de su vida
Y volver a ser un niño.

Un niño que fragua vidas
Que pone al frente el mirar
Descubriendo un firmamento
De palomas de la paz.





(Primer premio de Poesía del Certamen literario Encarnación Martínez Barberán del CEIP Samaniego de Alcantarilla)