viernes, 27 de febrero de 2009

Meditación vespertina (horresco referens).


Me remonto a la máxima de uno de los grandes. Esta vez a Cicerón: “Todas las cosas fingidas caen como las flores marchitas, porque ninguna simulación puede durar largo tiempo”. Y sí, comentaré esa frase sirviéndome de referencia un libro que he tenido el gusto de leer hace poco “Viaje al fin de la noche”, de Céline, escritor “maldito” y qué magia tan sádica tiene su novela.

Desde siempre el ser humano ha luchado por transformar su vida, por hacerla bonita y agradable, y por mostrar a los demás una realidad disfrazada de sombras, enmascarada y retocada. El ser humano intenta esconderse, fingir e incluso huir, disfrazando el lenguaje con palabras que desde el punto de vista auditivo suenan bien, aunque en realidad no sean sinceras, no sean veraces y no reflejen sino la más impune mentira. A diario vivimos inmersos en ese juego de palabrería infame que gusta a todos y no disgusta a nadie, una dinámica que todos acogen con presunción y en masa, asintiendo con cabezas adulatorias. Es un modo de huir sencillo y complaciente, pero sólo es éso: una salida que se ve truncada a cada instante cuando nuestra propia conciencia –mesurable y fiel a los dictados de nosotros mismos- nos indica que algo no va bien, que todo ha sido simulado, fingido y que no hay vuelta. Nos vemos entonces abocados a la nada y no hay remedio. Queremos cambiar, reconstruir y tejer como Aracne nuestra vida a base de nuevas palabras. Nos dimos cuenta tarde de que no es lo mismo introducir la ficción en nuestra vida que fingir nuestra existencia por completo. Se nos olvidó ser fieles al dictado de nuestros magullados corazones y caímos, y nunca resurgiremos cual Fénix de sus cenizas.
Tampoco es que la vida tenga que ser ante nuestros ojos tal y como es en realidad. No, tampoco es eso. Pero no podemos vivir en un continuo simulacro, en un ensarto de mentiras y de pruebas cobardes que nunca darán resultado. Es cuestión de abstracción y de voluntad. Entiendo que es más bonito decir “Te quiero” aunque en realidad no se sienta, aunque en realidad estemos abocados al paso de los años y al hastío de tanta lluvia enmudecida. Entiendo que es más fácil querer y que nos quieran y que haya toneladas de amor en el planeta y que lluevan sueños y que los ojos se nos empapen de vida al mirar por la pantalla del televisor y se nos pongan pletóricos y brillantes. También es más bonito y más sencillo dejarse arrastrar por lo que otros dicen y predicar con la ley aún sin aprobar de la conveniencia atroz y el miserable desdén. Es más fácil vestir de “Dolce & Gabanna” y llevar pantalones “Pull and Beard” y gafas de sol “Ray-ban” y sentirse aceptado frente a la masa (pero como un idiota ante uno mismo). Y sentirse “como Dios” cuando la persona que amas te dice que vas guapísima con esa faldita milimétrica que te has puesto sólo para que te vea. Y yo pregunto… ¿Entonces en qué quedamos? ¿Quieres mi falda y mis piernas o me quieres a mí? Y así se podrían poner miles de ejemplos. En fin, resumo y miro con ojos desengañados que lloran por un mundo perdido. Que las palabras están muy bien, pero cuando se dicen con sinceridad, no como palabras hueras, histéricas o innecesarias. No. No quiero seguir a la masa de cabezas consentidas y que consienten, que adulan y torturan el ignoto pero admirable sentido de la palabra.

Pero, a lo sumo, tampoco todo es negatividad. No sostengo para nada el carácter innecesario que conlleva fingir, pero, en cambio, soy partidaria de la ficción. La ficción como túnel o viaducto que nos conduce a la morada inhóspita de vidas paralelas, complementando así la nuestra propia. Esta vida semi-ficticia no anula para nada nuestra vida real y cotidiana, y sí la complementa llenándola de sueños y nuevas ilusiones. En esa vida paralela se recogen aquellas cosas que, o bien no podemos vivir (hablo de nuestras propias limitaciones) o bien no nos atrevemos a vivir. Por lo que la única forma de cubrir esa exigencia que enaltece el espíritu y nos otorga alas –y no de cera precisamente-, es soñándola mientra vivimos, para que al tiempo, ella nos viva y complete la vida real: aburrida, ortodoxa y sistemática. De esta vida fingida han hablado autores como Vargas Llosa, aplicado a la obra de Onetti en “Viaje a la ficción”.
Esa vida forjada a parte, nos recuerda al “ello” freudiano, a ese conjunto de pulsiones innatas que consiguen hacernos cada día un poco más libres.

Surge así la vida, tejida de sueños y ausencias, de deseos y olvidos, de lágrimas y esperanzas. La vida, nuestra vida, la que vamos forjando a cada paso, sin darnos apenas cuenta, entre jirones de piel, nostalgia, sangre y fuego. La vida, la única vida que se nos ha otorgado para modelarla –acaso no somos sino barro-. La vida que tenemos, infinita al apuntar el alba, y relámpago cuando nos besa el ocaso, y es tarde, demasiado tarde… La vida, hecha de otras vidas, de sombras y magia, de azul y gris y rojo.
La vida que somos en un incesante devenir de olas y lava, de miradas y pasos escondidos, de sendas y abrigos. La vida, en fin, que vamos escribiendo con renglones torcidos y algunos tachones mezclados con versos imborrables, donde la ficción pervive y no marchita e ilumina nuestras almas, el alma donde permanecemos, indómitos, a las voces susurrantes de nuestros monstruos internos, de nuestros “yoes” íntimos y epidérmicos, tejidos de piel bruñida por el sol de la existencia… Y no sigo, no podría, termino con palabras robadas que yacen del hontanar eterno de Virgilio (horresco referens).