viernes, 26 de diciembre de 2008

Navidad de personaje ficticio





Es Navidad y lo noto en las calles, en la gente, en los niños. Las calles revestidas de ensueño –de lujo a veces- , de luces y de color. La gente ajetreada, revulsiva de un lado a otro, siempre a contra pie, descarriada, pero nada de eso importa porque es Navidad. También lo noto en los niños que viven llenos de ilusiones, en un mundo fantasioso donde nada es real y a veces eso me pone triste. Tanta ilusión, tantos sueños, tanta magia. Pues tan sólo es eso: ilusión, sueños y magia.
El cielo sigue azul en las mañanas, azul cobalto y muchas veces me paro a pensar en qué me parezco yo a esos colores que irradia el cielo. Quizá eso tampoco importe porque estamos en Navidad. Hay villancicos. Mucha comida y reuniones familiares. Pero yo sigo mirando al cielo y sus colores y sigo pensando cómo sería una navidad sin luces, sin sueños y sin ilusión. Quisiera inventar un personaje ficticio que viviese ese tipo de navidad. Esa navidad desbaratada y extraviada del resto. Me gustaría dar vida a alguien que pensara así. Me gustaría ser capaz de hacer eco de la invención y perfilar a ese mágico ser que mira el mundo con otros ojos, no con los ojos convencionales que muestra la gente en general. Tal vez trate de crear a ese personaje. Sería realmente maravilloso sondar en la psicología interna de ese ser, de ese ente que carece de sueños, que carece de ilusión por la Navidad.
Trato de imaginar cómo sería ese ser y lo imagino triste y cansado. No sé si sería hombre o mujer, pero tal vez fuera una fémina de ojos enormes y pelo negro azabache. De ojos muy grandes y abiertos que pareciera que se le salen de sus órbitas. Sus pestañas serían también muy negras, un negro plomizo y muy brillante a la luz. Toda ella sería un espejo incandescente de resplandores melódicos. Me gustaría pintar con ceras de colores a ese ser y crear un dibujo para imaginar por un momento todos sus rasgos. Sería maravilloso soñar y hablar con ese ser, con esa niña de ojos enormes y pelo muy negro. Sin embargo, me conformo con salir a la calle y mirar al cielo y escuchar la “Sonata Claro de Luna” de Beethoven y emocionarme un poco igual que se emocionan los niños con sus regalos. Me conformo con la simple compañía de la luna en estas noches tan frías de invierno. Me conformo con la inconformidad, con un país mágico de sueños renovados ausente a todo lo demás. Y también me conformo con volar un poco buscando nuevas formas de vivir, las formas de vivir que tendría mi personaje inventado, esa niña a la que posiblemente llamaría Ariadna. Tejedora de sueños e ilusiones aunque siempre de pensamientos tristes pero reconfortantes. Tejedora de nuevas historias enredadas en hilos ariádnicos.
Posiblemente también creara un nuevo paraíso edénico, un nuevo jardín idílico, un nuevo “locus” para mi queridísima Ariadna. Sería un lugar alejado y bellísimo, muy parecido al ya nombrado “Lugar más bello del mundo”.Pero mientras tanto es Navidad y Ariadna no existe sino en mi imaginación. Es Navidad para la gente, pero para el ser de imaginación no.
La maravillosa Sonata de Beethoven sigue perforando mis oídos con una melodiosa armonía. Continúa el gentío en las calles y los niños llenos de ilusión y yo continúo escribiendo aunque me gustaría quizá llegar a algún nuevo lugar y descubrir que hay más vida detrás de todo lo impuesto. Sueño y me hundo casi en la utopía de que detrás de las calles hay un nuevo paraíso, por supuesto que perdido porque no existen más paraísos que los perdidos. Estoy convencida de que mientras escucho la música vuelvo a vivir y aunque la Navidad me produzca tristeza a veces aprendo a sonreír. En la vida todo es un aprendizaje constante aunque a veces también desaprendemos. Me gustaría desaprender la Navidad, me gustaría desaprender la guerra, y los miedos, y el odio. Pero supongo que mientras tanto me conformo con estas líneas y me conformo además con crear algún día en un tiempo venidero a ese ser mágico que sea capaz de ser por mí y de yo ser por él. Ese ser que como en la fotografía, camina sola entre las calles nevadas, entre las luces y las farolas que afirman que ya ha llegado la Navidad.
Por ahora esto desaprendiendo de la tristeza y aprendiendo que quizá haya algo que mueva este “Rayo que no cesa”, esta llama que me quema y abraza cual lumbre encendida que serpentea a llamaradas furiosas y muy noctívagas. Muy noctívagas como el cielo y la luna que contemplo cada noche, pensando y pensando cómo llegar a aquel lugar, cómo llegar a ser un ángel furioso capaz de volar en un cielo que sueña por desaprender la Navidad.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Náusea alucinógena / Delirium tremens










Cuando hace frío en las calles,
cuando el sol es mudo y triste
cuando hay nanas y canciones,
es entonces cuando aprendo que
hemos matado la existencia,
como el lamento de un piano
partido en dos en un acorde
y la nostalgia, llora en cenizas
la última voz de la esperanza,
el final de una lágrima
precedida de un cielo de nocturnos,
todo se parece un poco
a una primavera congelada
donde las dulces sombras
tanto han llorando, heridas intentando
adorar la voz de un niño,
un cielo ahogado pidiendo a gritos una mano,
llorando alborotado,
llega al niño su canción,
la tenue melodía en el silencio
de ese grito enajenado que es la vida.



Y mientras tanto,
me resigno un poco más a esta tristeza.
Hace frío en las calles,
mueren niños en Zambia,
lloramos por el dolor de muelas,
sentimos cáncer de alegría,
es otoño y ha llovido,
ha llovido tanto que las calles
están mojadas.
Hay ceniza en los árboles,
hay vacío en las almas,
hay tarjetas de crédito
y comida basura, y todo sonríen
y se saludan en el trabajo,
y yo voy masticando azufre
en un cielo pretérito
donde el sol es oscuro
y las lágrimas,
las lágrimas golosinas de colores
y hay petróleo y oficinas,
y empresarios de chaqueta
y nostalgia en los bares
de este mundo de baldosas
donde hemos perdido el rumbo.

Y la gente no conoce a Neruda,
y el vals es en compás de 4/4,
y la tierra está seca y marchita.
y caminando en las sombras
hay lugares muy bellos
aunque Dios es pequeño
y nos ha abandonado,
y creemos en la moda
en el jazz y en los Beatles,
porque todo es azul
entre almas de cobre
que juegan a volar entre sueños de tiza.


Es como decir:

“dale a los sueños la vida
y los mismos sueños te acabarán
matando”.


Es el acto intermitente que articula
el rugir de las sombras en invierno.

Es una náusea disfrazada
de regalos que reafirman cuánto
y cuánto hemos perdido en el tiempo.


Seguimos vivos en este mundo
de cadáveres aunque en las calles
haya luces de colores.


Bebemos vodka mientras Dios
no nos escucha y todo es frío.


El agua deshace las farolas.
Agua de un llanto continuo.
Es el agua de nuestro llanto.


(Respirar es poco a veces, tal vez
volar
soñar
amar…)



Pero es navidad.
Irremediablemente navidad.




lunes, 15 de diciembre de 2008

El lugar más bello del mundo





Los días son muy tristes en octubre, hace un calor menguado por la brisa de las cumbres y es precioso sentarse frente a un lago y contemplar a lo lejos un cielo de escarcha barriendo el hastío de las tardes. Es estremecedor atisbar la cortina de lluvia que se refleja en las sombras. Porque octubre es sombrío y bello, mágico como el sonido del piano, como el ronco lamento del violonchelo.
En octubre hay una tristeza peculiar, es un tiempo arraigado en lo pretérito pero que no consigue saborear las sensaciones presentes.
En octubre, revolotean en mi cabeza, las emociones que llevo esperando todo el año, como una profecía que se cumple justo en ese mes. Es un legado en donde no cabe sino la realización de los sueños e inquietudes que de algún modo, me han acompañado durante mucho tiempo.

Y mientras tanto, yo pensaba mucho en eso. Pensaba en Octubre, pensaba en la lluvia, en las flores marchitas, en el color de las almas, en el sabor de la tristeza, en el despertar de los sueños… Pensaba en todo eso cuando me dijeron que a Berta le gustaba el mes de octubre. El sabor del rocío, las flores deshojadas por el tiempo, el vapor humedecido de la lluvia, y los chopos lejanos.
A Berta le gustaba o al menos eso me dijeron en clase cuando pregunté por aquella chica. Aquella chica que me inquietaba de una forma sobrenatural, y cuando pregunté por ella, me dijeron que le gustaba leer a Bécquer en otoño, y yo, la contemplaba cada tarde, tras cruzar el umbral de la academia., la seguía mientras se aproximaba a un estanque perdido, a orillas de un río de aguas diáfanas, de aguas nuevas y claras, que se tornaban azuladas con la caída del crepúsculo y en donde el sol brillaba con una levedad atenuada. Era esa levedad de cuando hay mucha felicidad en las almas, pero uno no sabe cómo explicarlo y todo se reduce a la límpida sonrisa brillante en los labios satisfechos de un niño.
Allí pasaba cada tarde. Ella; sentada en una pequeña piedra junto al estanque, y yo; escondida tras un inmenso árbol de bellotas, prófuga en aquella mágica aventura de fundir en palabras recubiertas de silencios nuestros mundos interiores. Era la luz mojada del resplandor de la existencia, porque la existencia tiene un resplandor bellísimo y muy luminoso, como un candor de destellos hermosos y sombríos. Un resplandor verde-azul o azul-verdoso, según refleje la claridad.
Todos los días era igual, al acabar las clases, Berta tomaba rumbo hacia aquel lugar solitario, en donde era fácil perderse entre palabras y ensoñaciones, y yo; la seguía embobada, asombrada del misterio. Porque Berta era muy misteriosa. No se parecía a ninguna otra adolescente.
Al asomarse a sus ojos, era fácil disipar el abismo blanco incandescente que se escondía tras ellos, unos ojos inmensamente bellos pero de tristeza insondable, porque algunas cosas bellas son muy tristes aunque hermosas. Y Berta era hermosa aunque triste y yo la admiraba e imaginaba sus pupilas dilatadas, sus enormes ojos, su juventud perenne, su rostro lleno de vida, como si aquella juventud infinita nunca fuera a acabarse, como si aquella juventud fuera a aguardarla todos los momentos de su vida.
Todas las tardes leía a Bécquer y yo observaba ese gesto de satisfacción en su cara, adoraba ese rostro de niña, de adolescente mística aprendiendo a desatar sus abatidas alas, lanzándose por fin en raudo hacia miles de momentos eternizados.

Volaba cada tarde, era como un viaje a ninguna parte, en el que lo único que importaba era partir, irse, desaparecer y aparecer en otro cielo. Un viaje que no tenía regreso, pero que Berta realizaba con la esperanza explícita de llegar a alguna parte y encontrarse con alguien o con algo. La veía sonreír y de vez en cuando, su rostro enfatizaba una carcajada.
Jamás musitó palabra alguna. Era prófuga del silencio, cómplice de sí misma en soledad sonora.
Un día, tras semanas persiguiéndola, descubrí que no llevaba su libro de poesía. Permanecí perpleja en mi escondite. En los instantes próximos, la observé sacando una hoja de papel (era el inconfundible candor de una hoja, del roce sicalíptico, casi venéreo del papel ajado).

Comenzó a escribir y yo, no hacía sino por adivinar qué se escondía detrás de cada garabato. ¿Cómo era posible que mi curiosidad llegara hasta ese punto?
En realidad, yo no sabía nada de aquella muchacha, sólo que se llamaba Berta, -tras colarme en Jefatura con la excusa de entregar unos documentos-, sabía eso y que le gustaba el mes de octubre. Sabía que su cara era un precipicio de soledad y eternidades. Sabía que pronto sabría muchas más cosas de ella. Era la intuición predilecta de que algo me llamaba, de que alguien me estaba llamando, me estaba esperando con los brazos abiertos, dejando huellas para que continuara sus pasos. Cómplice también de sus pisadas, de la senda de la vida.
Apenas me había cruzado con ella un par de veces por los pasillos, pero ahora comprendí que aquella adolescente, se parecía inmensamente a mí –o yo inmensamente a ella-.

En un impulso, casi en un estrago o un soplo, en un balbuceo tonto del ego -instante robado al más indulgente olvido- me acerqué a ella:

- ¡Hola, soy Adriana! ¿Qué haces aquí? –pregunté-
- Estoy escribiendo poesía. –me dijo con amabilidad-
- ¡A mí también me encanta la poesía! –contesté atónita y asombrada-

Me contó que venía a este paraíso edénico alejado del mundanal ruido, desde hace poco tiempo. Me dijo que ella misma había coronado aquel locus como “El lugar más triste del mundo”. Afirmó que allí se sentía plena y realizada. Que añoraba esa soledad tan mágica de creación propia. La soledad de las aguas, del rumor del viento, de la lejanía de la lluvia, del sabor de la tierra.
Entonces le pregunté porqué lo había llamado El lugar más triste del mundo”. Ella me explicó que como dice Manuel Rivas “existe una clase de melancolía que no atrapa, sino que nutre la libertad. En esa melancolía como espuma en las olas se alzan los sueños”.
Quedé tan asombrada que no supe qué contestarle, pero tras un rato conversando, la convencí para que coronara ese maravilloso lugar como: “El lugar más bello del mundo”. Me costó que cediera a mi ofrecimiento, pero lo conseguí.
Le expliqué que todas las cosas tristes no tienen porqué ser bellas, en cambio algunas cosas bellas sí que son muy tristes. La creación artística, es hermosamente triste y bellísima, y por eso nos conmueve, porque la tristeza conmueve. Porque existe una bellísima tristeza en la contemplación de la creación artística.

Estaba feliz, se había cumplido algo que creía imposible. Desde entonces Berta y yo, somos grandes amigas. Y siempre que podemos, nos alejamos de todo lo que nos rodea y visitamos éste nuestro “Lugar más bello del mundo”.
Conversamos largo rato sobre Tolstoi, Salman Rushdie y sobre las lágrimas negras de Alice Cooper. A medida que la escuchaba, me daba cuenta del destino caprichoso que con sus hilos nos conduce a cada uno a nuestro lugar. Había encontrado a la amiga que siempre había querido tener a mi lado.
Era el destino ataviado desde épocas pretéritas, desde lugares ignotos, era la profecía de antaño, la promesa esperada, el bálsamo anhelado durante tantos años. No me sentía sola, no estaba perdida. Ahora estaba segura de que la poesía no había muerto. ¡Estaba viva! –tanto o más que yo. Me vi nuevamente respirando poesía -¿O acaso la poesía me respiraba a mí? Y encontré unos versos que me miraban, los versos de mi amiga Berta. -¿O era yo la que los miraba a ellos?-.
La poesía tiene una esencia que sólo poseen muy pocas cosas en este mundo. Tiene la capacidad de convertir las letras en imágenes, de crear un mundo distinto, nuevo, en donde priman las sensaciones gratificantes del alma. Es el placer de leer y vivir, de soñar y sentir al mismo tiempo, porque no hay realidad sin deseo y no hay tristeza sin belleza.
Porque poesía es cualquier cosa que nos haga estremecernos, poesía es la magia de vivir y soñar al mismo tiempo, poesía es robarle sonrisas al miedo, poesía es El lugar más bello del mundo.
Porque como dijo Bécquer en su Introducción sinfónica al Libro de los Gorriones, la creación artística es necesaria para “abrir paso a las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo”. La poesía es pura catarsis, redención del miedo, purgación del ineludible destino, así “Por los tenebrosos rincones de mi cerebro... duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo”.
Me siento viva al recordar que todavía hay gente que derrocha sensibilidad por las cosas, aún quedaba esa esencia que habían carcomido los relojes de tristeza, las normas preestablecidas. Gente que sabía distinguir la sutil diferencia entre permanecer quieto, viendo como la vida te vive a ti, o caminar por sendas intricadas, -caminos de escorzo y sendas de pernada- exponiendo las almas a la luz de la verdad.
Me gusta Octubre. Me gusta el sabor de la luz muy clara de la mañana. El crepúsculo intermitente de la tarde, el vuelo de las alondras, la palabra “evanescencia”, mirar las estrellas cuando llueve y El lugar más bello del mundo.
La poesía me respira, y yo la respiro a ella, y vuelo y me elevo. ¿Quieres seguir mis pasos en este viaje de versos? Ven, coge mi mano y vuela conmigo.


Primer Premio de Narrativa del Certamen Literario Albacara (2008)





Sonata de los espejos del alba




De los espejos del alba
Veo las luces de diciembre
De amaneceres en calma
Y soledades de siempre.


Como huracanes de lava
Nacen, renacen y mueren
En un instante de besos
En un tálamo de ausentes


Espejos del alba somos
Cuando miramos la aurora
Al renacer de lo bello
Al despertar de las sombras.


Reflejando nuestros cuerpos
Sobre las cumbres heladas
Alejados de este mundo
En un viaje sin espadas.


Voy abrazando locura,
En la tierra de las almas,
Donde el sueño es una luna,
Con su cicatriz clavada.

Un espejo de quimeras,
Que ya despliega sus alas,
Y enfrentándose al diluvio
Moja en llanto tus pisadas.


Somos las sombras de un tiempo,
de un tiempo que vuela en calma,
por un oasis de estelas,
dibujado en la distancia.


Y lo bello es aún más bello
Cuando mis ojos te hablan
Ese lenguaje secreto,
De besar con la mirada.

Ese lenguaje secreto,
Que sólo entienden las almas,
Que han volado mucho tiempo
Por un cielo de palabras.


Entre espejos y entre sombras,
Entre pasiones robadas
Entre tu cuerpo y el mío,
Cuerpos que a la par estallan.

Era tu abrazo mi abrigo,
El cobijo de mi espalda,
La alegría de mis ojos,
El calor de mi esperanza


Así nacen melodías
Melodías de guitarra
En acordes fabulosos,
Música batiendo aguas.


Y asombrarnos del misterio,
Del trinar de las alondras
Del despertar de los sueños
Y del olor de las rosas.


Besos que son nuestras vidas
Como un río que renace,
Besos que curan heridas,
Besos a un mismo semblante.


Relámpagos como espejos,
En amaneceres bellos,
Y el misticismo que surge
En los mejores momentos.


La sonrisa de tus labios,
Fuego eterno en mi mirada
Cénit, pasión, todo vuelve
Como montañas de lava.

Y ya es diciembre de nuevo,
Sobre este cielo de escarcha
Que resplandece sereno
Con su quietud esperada.

Ese cielo que miramos
Que refleja tanta magia
Que guarda la soledad,
Nuestra soledad callada.


Soledad que es sólo nuestra
Cénit, pasión que no acaba,
Al tiempo que nuestros cuerpos,
Se reflejan en el agua.

Entonces vuelve diciembre,
Recordando esta sonata,
Sonata que late viva,
En un cántico que abraza.


Que abraza este sueño eterno,
De luces coloreadas
Entre sombras misteriosas,
Desdén de esta madrugada.


La madrugada que grita,
En resplandores que callan
El reflejo de las sombras,
De nuestras sombras amadas.


Somos como dos espejos,
Que resurgen de la nada,
Reflejo de rostros libres,
De los espejos del alba.




Primer Premio Certamen Literario Albacara de poesía (2008)

domingo, 16 de noviembre de 2008

Ángeles en la niebla (a las almas perdidas)


Esto es para las almas que sufren, que lloran, que buscan la anhelada respuesta sin hallarla, proporcionales a los pasos desequilibrados del sin sentido. Esto no es más que una parte de lo que soñamos y nunca será más que una realidad futura. ES el grito del que calla y también del que no dice; de aquel que como ángeles en la niebla, se conforma con existir sin ser. –Todos existimos pero pocos somos-. Ser significa rozar el alma y sentirnos vivos y nadie llama en la noche, nadie mira al cielo. Si el dedo señala a la luna, todos miran el dedo. La luna está muy lejos, demasiado alta, muy arriba y nosotros aún somos pequeños y además estamos perdidos, muy perdidos. (Caminos nos separan sin remedio).
Esto es un prefacio de nunca que permanecerá siempre mientras haya alguien al otro lado del mar, tras la tormenta, en el sopor de las olas. Esto es lo que tú quieras que sea y vivirá mientras tú vivas, mientras sientas y sueñes. Ahora sólo hay ángeles en la niebla… ¿lo ves? , mira a lo lejos, pues te llaman. Tal vez quieran contarte algo, decirte que las nubes son nubes porque están en el cielo y que tú eres tú porque estás en el mundo. Los ángeles te abrazan, te hablan y tú no los escuchas –sigues mirando el dedo en vez de la luna- como algo irreversible. Nadie te juzga, eres tú mismo el que se señala y se hundo. Seguir no es fácil sin sueños pero quedas tú o los ángeles –indistintamente-.
Sabes que eres un alma que sufre, pero no sabes el porqué y es el algo semejante al “odi et amo” de Catulo. La respuesta nadie la sabe. No sabes si tu dolor es odio, sin sentido, amor o ignorancia. Posiblemente no sea ninguna de estas cosas o tal vez todas revueltas.
Sin embargo, miras la luna cada día y el dedo te parece invisible. No lo miras porque ni siquiera lo ves. Nadie te lo ha dicho pero eres diferente y te toca elegir. Ya eres uno de ellos, un ángel en la niebla, en la estancia lóbrega de ti mismo. Tú decides:


“Cada ángel es aquello que eligió, aquello que sintió desde el principio, sin excusas, sin devaneos ni condiciones. Ángel es aquel que sabe que existe el cielo aunque nunca lo contemple, aquel que ama su vida y sus sueños. Ángel es todo aquel que entendió que el sufrimiento forma parte de la vida, que hay que sobreponerse porque en algún momento la felicidad llegará como ríos de lava. Es aquel que entiende que lo difícil no es caer sino levantarse siempre ¿oíste? ¡siempre! Ángeles somos mientras nuestros ojos brillen con ese brillo sombrío que el tiempo acaba curando. Ángeles de nosotros mismos. Ángeles que cuidan de las almas, sabiendo que aunque no hay catarsis, somos escépticos convertidos a la utopía. Creemos en lo que somos y somos lo que queremos ser. La redención se acerca pues ya advienen las almas. Entre la niebla se atisba la última vigilia de los ángeles”

Besos de barro









Nace la poesía como el barro de mis ojos inconformes,
Pasa el invierno,
El otoño se abre paso,
Trazando una escultura de acero en los chopos.
Hace frío y llueve en el alma,
Y tus ojos grises se clavan de nuevo
En mi máquina de ruido
Porque queda muy grande llamarla corazón.
Raíces que estercolan esta senda efímera,
Augurio de un tiempo remotísimo,
Y es tan antaño este deseo
Que ni siquiera recuerdo el sabor del último beso.
Labios agrietados, llagas inmortales,
Sabor a ron, olor a humo barato
Besos y besos en un instante sin tiempo
¡Cuánto te quise!

Vuelve a la memoria, como una idea fugaz
El momento en que me tomaste en tus brazos
El cielo se cerró y dio un portazo helado,
Aquella noche cayeron mil estrellas,
Aquella noche te amé, y fuiste poesía
Y yo fui poeta,
Poeta incompleta que escribe a tus besos de barro.

Me fundí entre sábanas, me quemé en tu fuego
Amé tus ojos, inconformes como los míos,
Tu boca inquieta, tu cuerpo tibio,
Y hasta tus lágrimas furiosas.
La nostalgia nos condujo hasta aquel callejón
Y me dormí en tus brazos,
Como una niña ante lo desconocido.
Sentía como el tiempo quería anestesiar
Poco a poco cada uno de nuestros besos.
Nadie podía degollar nuestra vida,
Asesinar nuestros sueños.
Estábamos juntos, viendo caer la lluvia por el cristal,
Te amé bajo aquel diluvio como un ángel herido
No era más que cenizas en las sombras del anochecer
Solos tú y yo, cómplices de aquel amor adolescente
Sellado en el tiempo con besos de barro.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Melodía en Si b










Hay canciones que tienen algo especial. Canciones que hacen vivir, que consiguen hacerte sonreír o entrar en una profunda melancolía, pero una melancolía buena, de disfrutar de la tristeza no impuesta de uno mismo. "Hay una clase de melancolía que no atrapa, sino que nutre la libertad. En esa melancolía como espuma en las olas se alzan los sueños" (Manuel Rivas)
Me gustan esas canciones y las escucho cada día. Las escucho cada día porque vivo con cada nueva melodía, con sus cambios excelentes que dan un vuelco al corazón. Son canciones como las de Evanescence, canciones llenas de encanto melancólico, que esconden tras cada nota una nueva sensación. Son los acordes del piano. Se introduce el pedal y todo cambia. El sonido se hace grande y te hace vibrar y todo es perfecto. Me encantan esas canciones. El vals de Amelie. La lista de Schindler. My inmortal. Son canciones para vivir. Para sentir. Me gustan esas canciones que nadie conoce, esas canciones que son ajenas y desconocidas para todo el mundo y que sólo unos pocos escuchan y entienden. Porque hay canciones que entiende muy poca gente. Canciones diferentes como las de Apocalyptica, en las que el violonchelo rompe todos los esquemas de la melodía buscando algo novedoso, algo que sólo saben apreciar unos pocos.
Vivo por y para esas canciones. Para sumergirme en ellas a cada instante, porque cuando el piano da el primer acorde, siento que todo empieza. Cada canción es una nueva historia, una nueva historia que contar que poco a poco nos introduce a paraísos desconocidos, a esferas sobrenaturales alejadas de lo real. La música es realidad y deseo. La música es una herida inmensa que al igual que el bisturí de Juan José Millás, cicatriza al tiempo que se abre. Es la herida de los acordes. Una herida en clave de sol que sólo es curada con más música. A veces la herida es en clave de fa, como el sonido del violonchelo. Y todo se vuelve más grave y complicado, pero el disfrute es el mismo, la sensación es la misma. Siempre lo mismo. Vivir.
Y me gusta sentarme frente al piano y mirar las teclas negras que son las que realmente proporcionan ese sonido fantasioso a través de sus cambios y alteraciones. Me fascina contemplar la anatomía del violonchelo, que parece una mujer sentada de espaldas, desnuda y silente. Una mujer que quiere escribir una melodía en si b, porque las melodías en si b son bellísimas. Yo diría que las más bellas que existen. Cuando intento componer algo al piano, siempre procuro que sea en si b. A veces no consigo componer nada, pero al rato siento esa tranquilidad de haber gozado con cada nota. Y cuando consigo componer algo de lo que me siento satisfecha, siento que he tocado el cielo, que he vivido de nuevo. Por que la melodía es lo más importante. Ya lo dijo Carlos Ruiz Zafón: “La letra es lo que creemos entender, pero lo que realmente entendemos es la música”. Así, las canciones, al igual que la poesía, nos llegan no por lo que se dice, sino por cómo se dice. Mientras tanto Evanescence me devuelve el aliento y la vida. El piano y sus acordes. El bisturí que cierra las heridas con una sola canción, mi canción. Mi melodía en si b.



domingo, 2 de noviembre de 2008

Levantarse y vivir (Bienvenido Noviembre)





Octubre se agota. Bienvenido Noviembre. Bienvenida la vida, los sueños, las ilusiones. Bienvenido todo aquello que traiga alegría que no haga daño, que haga tocar un poco el cielo y alcanzar la dicha y limpiar las almas. Bienvenidas las sonrisas gratis, los “te quieros” dichos con sinceridad, las noches de vigilia bajo la luna. Bienvenido a todo.
Esto es la vida, esto es el sueño eterno del presente, la esperanza del después, la estela del futuro, la senda sin penas del disfrutar. Por que cada día hay que levantarse y vivir. Dar un portazo a las dudas. Vencer a los miedos. Derrotar a los fantasmas pasados. Doblegar las injusticias propias y ajenas. Luchar. Siempre luchar para acabar con la mugre de la ignorancia y el estigma del miedo. La vida es el arte de hacer de la lluvia de octubre un sol en noviembre. Y es entonces cuando te alegras de ser, de haber tenido miedo, de haber llorado. Porque todas esas lágrimas han servido para que ahora te levantes y empieces a caminar. Esas lágrimas sirvieron para que ahora seas lo que eres, para que seas simplemente aquello que quieras ser. Ya no hay lágrimas, sólo me queda levantarme, coger una flor y lanzarla al vacío. Lanzarla al vacío como se lanzan las penas al mar del olvido para que nunca regresen, para que jamás encuentren el camino al corazón del hombre. La vida es algo que no esperas, algo que te sobrecoge y te agarra por la espalda, algo que sin querer te va pasando aunque te duela. La vida es una rutina constante forjada en momentos inolvidables y mágicos. Es como esa canción eterna que nunca acaba, que siempre está en la mente de las personas que sueñan y que no han perdido las ganas de vivir. Y todo se resume a eso, a vivir. Levantarse cada día y respirar el mismo aire de noviembre. El aire alentador del mes de Noviembre que me recuerda que sigo viva, que sigo soñando, que ahí más tras este cielo nublado. Levantarse cada día y sonreír. Bienvenido Noviembre.




miércoles, 29 de octubre de 2008

Mujer de cicatrices





Tú eras mujer de cicatrices, lo supe desde el primer momento en que te vi. Tus ojos también me lo decían y lo aprobaban tus lágrimas. Eras mujer de cicatrices porque sonreías mientras por dentro llorabas, porque amabas a pesar del daño que te hacía seguir amando, porque permanecías en silencio a pesar de querer gritar.
Eras mujer de cicatrices porque te enfrentaste a tu vida, porque nadie te ayudo a luchar contra el miedo, porque nadie te tendió la mano. Porque todos prefirieron dejarte con tu dolor, con tus preocupaciones. Eras mujer de cicatrices y eso te hacía fuerte, te hacía grande, de confería una cualidad diferente al resto, porque ser mujer de cicatrices es extraño y difícil, pero a la vez te permite alzarte de valor, de ese valor que tú siempre tuviste, de ese valor que aún conservas y que nunca perderás. Porque la vida es una herida inmensa, una laguna Estigia de sangre congelada que poco a poco hay que evadir y cruzar a la otra orilla. Por eso, cuando te vi, mi intuición no falló y divisé tu efigie de ángel salvando su soledad y sus recuerdos. Supe que jamás encontraría nadie como tú, que jamás se cruzaría en mi camino alguien que tuviera tus ojos y tu sonrisa. Porque tú siempre sonreías, y daba igual la circunstancia, pero la sonrisa era perpetua en tus labios. Tus ojos siempre brillaban aunque quisieran llorar lágrimas de sangre. Siempre mostrabas el gesto amable de la paciencia, la rosa bella de la superación.
Por eso, cuando te miro sé que no me he equivocado en todo esto. Eres y serás mujer de cicatrices, porque tú sola has forjado tu camino entre sendas intrincadas, y sólo tú supiste curar la gran herida de la vida. Tú sola conseguiste derrotar a todo el que se puso en tu camino. Tú conseguiste encerrar en tu puño todas las heridas que llevabas a tus espaldas. Supiste alcanzar la dicha por tus propios méritos. Porque el coraje te identifica y cada punzada, cada herida, poco a poco has sabido curar como algo inefable. Por eso te admiro a tí, mujer, mujer de cicatrices.




jueves, 23 de octubre de 2008

La Señora Envidia






Me lo dijo un señor gruñón y calvo. Era un día como hoy: el cielo anaranjado y nubes negras a lo lejos tapiando muros de estelas presurosas. No hacía frío, pero tampoco se percibía un calor abrasante ni corrosivo. En el aire había sabor a azufre, era una lluvia metálica de sabores químicos. Fue esa tarde cuando me encontré al susodicho gruñón y calvo, que acercándose a mí, me dijo:


-La envidia es como una señora gorda y lujosa, que viste de abrigo de piel y come pato a la naranja los domingos. Es más, es como una Señora con implantes bucales y dientes de oro que pasea entre la gente luciendo los ropajes y destilando ese tufo absoluto a algún perfume carísimo de marca de alto prestigio.


Entonces me quedé pensando, no sabía bien si soñaba despierta o si realmente me había topado con el hombre que me habló de esa Señora llamada Envidia.

En realidad, odio el olor cargadísimo a perfume de grandes marcas, es una sensación tan repulsiva, que casi prefiero tener que sentarme a comer con Doña Envidia (claro que, eso también implica olerla, respirarla. Por lo tanto, no sé qué decidir).


Tras unos minutos de confusión, el tipo gruñón y calvo, -que tenía pinta de sabio fanfarrón mientras se encendía un puro e inhalaba su aroma- desapareció ante mis ojos.

¿Qué quiso decirme con su símil entre la envidia y esa señora?


Lo que estaba claro es que no me gustaría parecerme a esa Señora gorda que destilaba ese olor tan desagradable. Entendí que la envidia es una plaga infecciosa, una fiebre que hay que erradicar para entender de una vez por todas, que la envidia – o la realización propia a través del calco de un ser ajeno- no provoca sino falta de identificación humana.


¡Envida sana! ¡Envidia sana! Eso no existe, tan sólo existe la llamada “admiración ajena”, es decir, sentimientos de aspiración propia a partir del otro.

Porque cuando el sol roza en las nubes, el éter desprende el ígneo candor que juega a entretener las almas, y así cerramos los ojos, acariciamos la cara a las personas que queremos y lloramos por aquellas que no están.

Sentimos como masticando la nada, cómo ese señor gruñón, disfruta como rutando el vacío premeditado de la ignorancia. Y es muy hermoso entrever la línea azul-verdosa recortada en la lejanía, mientras miramos en nuestra propia dirección, nuestra perspectiva particular y propia. Así somos. Somos lo que queremos ser ajenos a todo y muertos de desazón, como si esa rabia de la envidia habitara de alguna forma en nosotros, queriendo darnos a entender algo que ni nosotros mismo sabemos. Porque en definitiva, ese es el problema: “No sabemos”.

No sabemos, pero somos y eso es aún más importante. Y mientras seamos debemos combatir contra esos sentimientos que nos aprisionan, que no nos hacen libres.

No quiero envidia, no quiero sentimientos coercitivos, sentimientos que destruyan. Porque como dijo mi amigo fanfarrón –gruñón y calvo-, la envida es como una señora gorda y lujosa.




miércoles, 8 de octubre de 2008

Relojes de tristeza








(Tic-tac, tic-tac, tic-tac)


“No me apetece” –dicen- . En realidad a nadie le apetece estar como un tonto delante de la pantalla del ordenador leyendo las chorradas que otros escriben en su miserable blog. A nadie le apetece y lo entiendo. Entiendo que es mucho más cómodo estar en una terraza de verano bebiendo jarras de sangría con martini bianco o simplemente sin hacer nada. Sin hacer nada de nada. Ahora se lleva alcanzar la locura a ponchazos –y no me seas carca, ¿eh, tronco?- Lo entiendo pero no lo comprendo y en realidad ni me duele ni me quema que sea así. Es una mezcla de indiferencia y resignación. ¿Acaso todo es resignarse? ¿Quién inventó esa palabra? ¿Por qué todo va al revés? ¿O acaso soy yo la que no miro de frente la realidad, y vago entre titubeos, entre espectros, entre sombras? Precisamente hace unas semanas, haciendo zapping –otra preciosísima palabra de nuestros amigos los americanos- coincidí con un programa en el que estaban presentando un libro “La suite de Manolete” o algo así se titulaba, y hablaban de todo esto. De la dificultad que presenta cualquier actividad realizada hoy día. Hablaban también de la complejidad de ser escritor hoy día, porque parece que ya está todo escrito en el mundo y que no hace falta que un tonto fanfarrón te cuente historias inventadas que ya no vienen a cuento. Era una crítica fantástica sobre la descerebrada sociedad de la postmodernidad. La poesía está infravalorada, parece que absolutamente todo está dicho. Si escribes ceñido a unos parámetros métricos y literarios, estás plagiando a los Renacentistas del siglo XV, con lo cual esa sórdida escritura no acontece ningún mérito, ni propio ni tan siquiera ajeno. ¿Qué le vas a contar tú a Juan de Mena que él no sepa? ¡Já, qué irónico!. Pues “tururú”. Todo implica calco, volver a reiterar lo establecido. Supone remontarte más de cinco siglos atrás para volver a re-escribir algo que ya estaba más que dicho. Por el contrario, si te decides por escribir verso libre, sin ningún tipo de rima, también resulta que estás copiando –más que copiando, imitando- a Cernuda y a otros maestros del verso libre. La temática es amplia, pero a la vez está muy ceñida por todos estos factores que envuelven el mundo catártico de las letras.



(Tic-tac, tic-tac y una voz en susurros: "Corre, se acaba tu tiempo)



Sin duda el siglo XXI es un siglo de plena catarsis, cuya caótica actividad no deja sino para decir y afirmar: “Jo tía que guay” o “Acho, nena, ¿no te quedan pitos?” Y es mucho más sencillo llorar de aburrimiento, o divertirse viendo Gran Hermano 10 – que no es más que una copia del personaje creado por Orwell en su novela 1984- el ojo que lo vigila y lo manipula todo. Porque todo ha perdido el sentido privado que se le otorgó en otro tiempo. Todo es público y da pena ver como los famosos se vanaglorian exponiendo su vida. Vida que está al alcance de todos, en la mano de todos, absolutamente de todos.

Otro aspecto crudelísimo de la literatura, es que sin duda supone sacrificar tu propia vida, tu propio tiempo y tus propias horas, dejando todas tus apetencias a personas inventadas que ni tan siquiera existen y que nunca –a objeción de la masa- podrán cobrar vida ni ser considerados más que como tales “personajes de ficción”. Ya que según escuché el otro día en boca de una bien sabida, “el escritor cuando crea personajes en sus novelas, se va matando a sí mismo”. Llegará el día en que los profesores estén obligados a decir en las clases a sus alumnos: “Nenes, Tate, ¡No leer! ¡No coger un libro! ¡Ni se os ocurra leer! Y todo será más feliz sin letras, todo resumido, asumido y consumido al conocimiento de lo mínimo. (2x2=4 , 3x3=9)

¿Y 3x4? ¿Eran doce? ¿Catorce? ¿Tal vez dieciséis?

¿Qué estamos haciendo? Creando destrucción, autodestrucción física y mental. Resulta irónicamente trágico comprobar como es en este mundo postmoderno cuando el ser humano tiene más posibilidades para formarse, para aprender, para tener una vida digna; y sin embargo no es capaz de aprovecharlas. El hombre del XXI vive tirando piedras sobre un lago seco, sobre un lago triste, sobre un lago pobre. No hay restos de aquellas aguas diáfanas que reflejaron en otro tiempo, su cuerpo, su espíritu y su alma.

Sin embargo, yo lucho por lograr que no me maten el amor, las ganas, las ansias, la vida. No puedo permitir que extirpen el saber, el sentido, el criterio propio.

Ahí está el verdadero sentido ignoto de la existencia. La mayor virtud que ofrece esta vida, es poder elegir qué hacer con nuestra existencia, con nuestro tiempo. Unos decidirán seguir al resto, no separarse del rebaño, no perder la posta marcada por aquellos que le acompañan, que le guían; pero que –para desgracia de muchos- sólo unos pocos lograrán, tras sendas de incesante búsqueda hallar el verdadero y único sentido de la existencia. ¿Qué nos queda esperar? ¿Qué tiempo es éste que vivimos o que nos vive? ¿Cuándo acabará este periodo de letargo? ¿Quién revistió de sombras los albores del otoño? ¿Hasta cuando ésto y porqué? ¿Qué nos queda sino nosotros mismos? ¿Por qué somos y quién nos hace ser? ¿Acaso se acabó el tiempo de las almas? ¿Por qué somos grandes ángeles en un mundo pequeño? ¿Acaso jamás extenderemos nuestras alas? ¿Nunca nos atreveremos a volar? ¿Seremos tan cobardes como para seguir replegados sobre nosotros mismos? ¿Somos seres invadiendo el tic-tac de relojes de tristeza? ¿Por qué cada día vamos muriendo un poco más? Sigo buscando, buscando, para no morir más, para no morir cada día un poco más.



viernes, 3 de octubre de 2008

Palabras de otro cielo




Se acabaron las madrugadas,
los deseos,
las promesas,
las estrellas
y los sueños.
Llegó el tiempo de letargo y no hay
vuelta atrás
y aunque no es el último día
en esta maravillosa tierra
ya no habrá nada de lo anterior,
es la profecía cumplida.
Gira este sueño blanco en perfecta
veleta de grises lamentos y recuerda
y olvida –cual Leteo cruza la otra orilla
en raudo deseo- porque… ¿ahora qué?
Pues ahora todo,
todo lo que se negó a darnos el tiempo anterior,
los deseos,
las promesas,
las estrellas
y los sueños.
Y si amar es renunciar a lo que queremos,
vivir es aceptar, que jamás
ni tú,
ni yo,
y siempre fue como encerrar todo el aire del mundo
en cámaras de gas en el vacío
sabes que no era la hora ni el tiempo
ni el minuto, ni el segundo
porque no era aunque fue
(quisimos ser y nos devastaron los sueños)
que nunca estuvo escrito,
que el rayo se apagó y ahora
vivir en los pronombres no es alegría tan alta,
sino vestigio pasado,
mientras aprendo el color de la nostalgia
y saboreo la luz incandescente de las hojas
de otoño, y su chasquido al pisarlas
mientras tú ya no vas de mi mano, sino impreso
en la memoria de lo que fue sin quererlo,
como no quieren dos lágrimas
encontrarse
y refulgen en el sudor de lo profano donde nada tiene esencia
porque tú te la llevaste
lejos quizá, fatigas y azogues
que como viejos espectros,
son nuestro total siempre en cero
siempre sin madrugadas siempre
con las noches de nunca
con los amaneceres de nunca
que aunque nunca fue tarde
nunca hubo lugar para nosotros.
Me lo decía la lluvia cuando yo
miraba al cielo,
me lo decía tu voz, cuando miraba tus labios
y tus ojos, y tus manos,
también me lo decían,
Que era como pedirle frutos
“A un olmo viejo henchido por el rayo
Y en su mitad podrido”
Y ahora –el ahora vertiginoso del día a día-
rompe en llanto entretejido el cielo.
No hay más cielo.
No es el cielo de siempre, ese azul que mirábamos
juntos mientras me decías que
Ariadna no nació sino para Teseo.
(Quisimos ser y nos devastaron los sueños)
Esas palabras, tus palabras,
ahora quedan lejos, y desde ese abismo blanco
soy capaz de atisbar lo que fuimos
y que nadie se empeñe en negarlo
pues eres, más allá, a lo lejos, todo el mundo
que queda presente tras el crepúsculo.
Nadie puede, ni podrá
Son palabras de ausencia,
Palabras que advienen de otro cielo.


(Contar las estrellas no era suficiente,
no pudimos con el cielo y ahora,
piensa en todas las flores de plástico del mundo
y dime.... ¿Fue tan dificil? Creo que no.)

sábado, 20 de septiembre de 2008

Ya no me acuerdo...



Ya no me acuerdo,
de tu tobillo menudo,
de tu figura sencilla
que era la luz en mi luna,
como una chispa crispada, torbellino
de tu arquitectura salada
de tu llanto dulce
melindroso,
nunca estéril ni yermo,
nunca llanto ni quebranto amargo,
llanto de vida y letargo,
ya no me acuerdo.

Memorias de ti no quedan
sino en mi memoria vacía,
sedienta de tu cuerpo alejado,
de tu rostro gracioso,
de tu medianía adorada,
de tu llanto paciente,
de tu risa robada,
de tus palabras sedientas,
pues no hay palabras
sino silencio que
habla, mientras que
yo no me acuerdo
de tus besos jugosos
zumo de limón y escarcha,
de tu boca indefensa,
de nada,
de nada me acuerdo.

A pesar de que eres,
mi rayo que no cesa,
cual melancólico hernandiano,
carcelero de este inmemorial
de imposible recuerdo
de imposible olvido,
carcelero.
La voz a ti tengo debida,
te debo el alma en un soplo,
en una cadencia,
de tus pestañas de nieve
de tus pupilas enormes
de tus manos dilatadas,
espaciosas,
entrelazando mi cuerpo,
en un reloj de alarma cóncava,
para adentrarme en tus horas,
dueño incluso de lo que no se retiene
en la memoria de un beso,
pues hay más,
mucho más,
más allá de los besos,
más allá de los labios,
más allá de los pronombres
más allá de nosotros,
más allás hay más.

Por eso,
en esta noche en que
el silencio ha sido más fuerte,
borra ya el olvido,
cierra los ojos,
como un niño ciego que lucha
por no ver sino el color de las almas
teñidas de azul cobalto,
surgiendo del mismo verso que
rompe el llanto y sonríe,
como cuando de ti me acordaba.
Por eso,
con las manos en el regazo
tendidas sobre ti,
ámame mucho,
ámame y entonces,
me acordaré,
me acordaré de tu figura,
de tu carne, de tu ser.
Y será tristemente hermoso,
sentir como eres yo,
-protagonista de mi recuerdo-
y así seremos,
el mismo llanto dulce,
rostro, risa, palabras,
y no habrá silencio
sino el silencio propio
de nuestros besos,
el de nuestras lenguas ígneas,
volcanes de lava,
murallas de besos,
y siempre te daré mi mano cóncava,
sobre tu espalda convexa,
para que nada bueno entre los dos
acabe,
para que nada entre los dos
acabe,
para que nada
acabe,
para que…

sábado, 13 de septiembre de 2008

Los trenes rojos



Se van,
se van los trenes, fuego
y lumbre térmica del día que resplandece
y yace, en el lecho ardiente,
que como tú,
se han ido,
se van.
Ya es tarde y es triste verlos marchar, desquiciados
de mentira, contagiados de esencia
de carcoma y hojalata,
de suspiros estridentes,
de suburbios y desorden
que me ordenan verte marchar
de suspicacia
y reticente sofisma, fogaje
de ver que parten
y se me parte el miocardio, veneno
aquiescente del morir,
del no volar sino con felonía
subversiva pasión,
del que se va, del que anduvo
un día por raíles sediciosos,
contaminados de espiroqueta, caletre
que hendido en la vicisitud
(como se bifurcan dos almas, hacen camino
Y salen a dar a la otra orilla en donde nada
-Y digo nada- es lo mismo tras el último regreso)
que rompe el humo,
el fuego,
las cenizas,
los restos de esa última estación
como eritreo lacerado
del que se va. Máculas de sueño,
insomnio, en las vías del tren,
yace tu nombre elegíaco,
lapidario, de féretro lívido
anestesiado, desquitado,
olvidado desdén del que se ha ido,
del que se fue,
del que no está,
del que como aquellos trenes,
marchó en un lampo de miseria
al otro Estigio,
meliflua pasión asesinada,
cénit de muerte,
canícula insaciable,
pues te has ido,
como los trenes rojos, fuego,
y lumbre térmica, que por ti,
yace en el lecho que resplandece.
Aunque quede apenas, una sola
esperanza vacua de no morir,
de no marchar,
de quedarse,
pues al regreso todo cambia,
y no permanece la llama que;
encendida en tácitas madrugadas
resistió al frío invierno, sobrepasando,
incluso, las noches veladas por la luna.
Aquí estoy (separada en dos heridas cómplices
del mismo fuego que encendió las almas
en nuestro tálamo intermitente),
en aquella ambrosía,
lumen de una vida a tientas.
Sigo aquí, en las vías,
contemplando los trenes rojos, en esta noche,
que como tú;
Se van.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Tardes de ceniza



Días de lluvia. Me gustan las tardes de lluvia. A veces se ansían tras la canícula insoportable, tras el sopor de los rayos candentes del sol, de las mañanas a destajo de verano asfixiante. A veces es hermoso disfrutar del llanto de la lluvia, tras el tórrido estío y ver como reluce el cieno y vuelve a brotar el rocío y la humedad ostensible hace callar al bochorno. Así poco a poco, al igual que el calor, todo empieza a menguar. Las tardes son infinitamente más cortas, el sueño disminuye y las tácitas madrugadas en una terraza de verano, también se esfuman como un soplo tajante de aire fresco.
Es así, y es hermoso contemplar como la vida, como un ciclo, va variando y lo perenne se vuelve caduco, mientras se contempla la solemnidad del hastío. De un hastío otoñal que se antoja cercano, que parece latente y visible y que poco a poco contribuye a que la vida en la tierra sea diferente y cambie por momentos o por estaciones. Así parece que todos los habitantes de la tierra paseamos en una hermosa goleta que nos conduce a morada inhóspitas, a miles de locus que jamás imaginamos habitar entre tanta gente. Poco a poco nuestro transatlántico se va colmando de sueños como una gran escuna cual fénix reluce en lo alto, henchido en el centro, consagrado por la lumbre del declive. Entonces vuelvo a adorar Macondo, y me siento orgullosa de haber leído a Vladimir Mayakovsky y mi alterego semeja un carrousel. Siento muy dentro el Abrazo de Vergara, la anestesia mortecina que corroe la sonsa y deshace los helados de vainilla que saborean los niños mientras dan patadas a un balón en la plaza del parque. Es como si me hubiese inyectado quinientas mil toneladas de nepentes, y toda tristeza se hubiese precipitado por el dulce y amargo Léucato. Sin embargo, hecho de menos las noches
veraniegas en que los amantes se cogían de la mano, sin miedo al frío posterior, sin temor al albedrío desencajado que se hacía presente en la ciudad. Poco a poco las palabras se agolpan entremezcladas con lágrimas, con la misma deslealtad de un piano desafinado y sin teclas negras, o como una rapsodia en si m, o un vals en compás de 4/4.
Sin cosas paranormales, como esas lágrimas que se divisan a través del cristal, lágrimas vestigio del pasado, lágrimas de nostalgia, lágrimas de alegría. En fin, lágrimas. No es difícil levantar los pies del suelo, el problema es volver a pisar las baldosas, el problema es volver a tejer con el mismo hilo que dejamos abandonado tiempo atrás, con la misma serenidad que teníamos cuando éramos. Y ahora que somos, lo importante es el camino, lo importante es seguir, ya sea en días estivales o en estaciones posteriores cargadas de insomnio frígido. Agolpadas por miles de preocupaciones, abigarradas a miles de frases que colman como un éxtasis de árboles cenicientos. Es dulce sentir el sabor de la sangre coagulada, el llanto congelado de lo que fue y la incertidumbre y el pavor de lo que será. Pero sea lo que sea; otoño, verano, invierno –dejo la primavera en una clasificación al margen- lo más gratificante es seguir caminando a pesar de las piedras. Ya lo dijo Eduardo Galeano: “Ella está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino dos pasos y el horizonte queda diez pasos más allá.Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar”.
Caminar es lo único que importa, ya sea para alcanzar la meta o para despeñarse para siempre. La vida constituye riesgo, es difícil seguir tejiendo en estos laberintos a los que poco a poco nos adentramos, con temor y rabia, con celos y desencanto. Me apasiona verte y que no me veas, es realmente fabuloso ver como cae la lluvia y tras el cristal te diviso. Sólo entonces puedo comprender que sigo viva y que por el momento, quiero seguirlo estando. No podría terminar, el final se lo dejo al poeta:

Nadie pudo, ni puede, ni podrá por los siglos de los siglos

arrebatarme tanta felicidad

..........................

Desisto de adentrarme en su recinto,

no tengo fuerzas para celebrar

la melancólica liturgia de la separación.

Sólo deseo ya dormir, dormir,

tal vez soñar...




lunes, 8 de septiembre de 2008

Letanía a las lenguas tiranas





Y no me importa el ¿Qué dirán? , mientras
dicen,
hablan,
blasfeman,
mas cada injuria la catarata rota vuelve
a otros labios, obscenas lenguas
que nacen y se vanaglorian
de entuertos, cuantiosa víbora
cuáquero ponzoñoso, núbil
madeja del que
habla por hablar,
dice por decir,
blasfema por blasfemar
boca sempiterna de muñones
pergeñada y enfermiza
ineluctable tentación de improperio.
Lenguas que dirán que fue,
es, y será el ultraje
del decir por decir,
y así hablaron, hablan y hablarán
en honor al oprobio del no-ser,
del no ser sino falacia inmutable
roca frígida por no cerrar
la boca que no vomita sino mentira,
insaciable esperpento de sombra
eterna, inoperante lumbre
de punzada grave.


viernes, 5 de septiembre de 2008

Retorno de un crepúsculo sin sombra







En el gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, es fácil rememorar entre vasijas de barro y arcilla, entre muebles polvorientos y cristales rotos, entre quicios de ventanas mal cerradas, entre orugas diminutas, entre agujeros de muebles roídos por las termitas, entre telarañas de acero y entre colillas sin humo. Cenizas, sólo quedan cenizas. Cenizas de barro que estercolan esta senda de olvido y soledad. Aunque todo estaba igual, yo lo sentía con un rumor de desvarío, oía el lamento del polvo desordenado, los rastrojos abismales y las siluetas olvidadas.
El fuego helado de matiz barroco me recorre cada día, sin más pretexto que lograr lo imposible. Voy de camino a las habitaciones de arriba, todo está turbado, como si un huracán silencioso se hubiera llevado todos los recuerdos que guardé en aquella casa. Las paredes parecían menos blancas, y se tornaban de un tono melancólico; nada que ver con el patio exterior de la mansión. Afuera aún seguían aquellas plantas silvestres que planté cuando apenas era una niña, podía observar un paisaje único adornado con almendros y un solitario castaño. Aún se conservaban los geranios, y aquellos cerezos; aunque sus tallos ya no estaban en flor. Incluso me sorprendió ver el columpió donde tantas veces disfruté tomando el aire en aquellas tardes de aroma cálido. Tras observar los exteriores volví a entrar en la mansión. Cuando me dispuse a subir al sótano, descubrí una caja mal cerrada, donde había numerosos bombones de diversos tamaños y formas, en el lado derecho de la caja, estaban los pergaminos que dejaron aquellas personas que han marcado mi vida. También encontré el tapete que me bordó mi tía con mi nombre; donde se podía leer “Clara”. Al poner la vista al frente; pude disipar las brumas entre cristales dorados, algún cuadro mugriento y con miseria e incluso alguna astilla de las patas de la mesa. A la derecha estaba mi habitación, antes de llegar a la casa me resultaba imposible recordar su distribución; pero todo seguía como siempre.
Mi cama con su manta de rayas de colores, aquel acuario que me regaló mi abuela, los dibujos abstractos que yo misma trazaba en mis ratos libres y aquel armario de altura infinita donde guardaba mis cosas. Me parecía extraño, notaba que algo faltaba en mi habitación; cerré los ojos por un momento para poder recordar. Ya sabía lo que faltaba, era mi muñeca de porcelana. Aquella muñeca que me regaló mi madre hace más de cincuenta años. Recuerdo que era una muñeca preciosa, con una tez pálida pero muy interesante, tenía los ojos como dos cristales verdes, los labios de carmín, el pelo anillado castaño claro y llevaba un vestido de flores de colores, con un paraguas de seda en tonos pálidos. No podía dejar de preguntarme dónde estaba mi muñeca, me era imposible quitarme de la cabeza su recuerdo, y más aún el recuerdo de la persona que me la regaló. Veía que los rayos del sol jugueteaban a esconderse, en una pugna perpetua entre los sentimientos vencidos y el retorno de un crepúsculo sin sombra, por tanto me tuve que dar prisa y continuar con el repaso de la casa. Así es que tras recorrer las demás habitaciones y no encontrar nada nuevo, bajé a la cocina. Todo estaba tal como yo lo recordaba; la mesa redonda tapada con un hule de cuadros, los armarios intactos, aunque algo sucios y desgastados por el tiempo, en las vasijas de barro aún se podían leer sus inscripciones e incluso aún se conservaban los visillos de las cortinas. Avancé por el siniestro corredor de madreselva que me condujo directamente a la bodega. La bodega era mi habitación favorita de la casa, cuando tenía algún problema o alguna preocupación, siempre me iba allí. Me sentaba al lado de unas tinajas enormes y contemplaba las paredes de piedra y el techo de madera. El saber que no estaba sola, y que estaba entre tantas botellas de vino, me hacía sentir segura. Sin darme a penas cuenta, bajé la vista, miré mis manos y me di cuenta que al igual que el vino, yo también había envejecido. Me di cuenta del paso del tiempo; porque las arrugas y los surcos de mis manos confirmaban mi vejez y te hago saber, mi querido lector, que no es fácil para mí contemplarme tal y como soy, y es que aunque no soy una anciana, ya me pesan los años.
Pues sí, yo he vivido toda mi vida en este gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, un lugar casi desértico y exótico, con grandes arrabales tristes que envolvían soledades muertas y locura, mucha locura en tantos años. Años difíciles en la España de la Guerra Civil y posteriormente en años de Franquismo. Años de miseria, de vanidad de vanidades, pero al fin y al cabo, años, mis años. Años que recuerdo con nostalgia y encuentro, años que aguardan mi vida, años que son mis propios años, los años de mis padres, los años de mi hermano muerto víctima de la guerra civil. Mi hermano el guerrillero, el que nunca se rindió, ese loco revolucionario que creía en la República y que cada 14 de abril sacaba su bandera, como un entusiasta más en este mundo extraño. Sacaba su bandera tricolor y una botella de buen vino; no sé si era un martínez bujanda gran reserva del 69, pero era un vino que yo me llevaba a los labios con resignación, un vino que dejaba apocopados todos mis sentidos, un vino que mojaba mis labios y curaba mis llagas, un vino que me escocía en mi boca desalentada, en unos labios llenos de pellejitos absurdos, de heridas mal cicatrizadas.
El ejército Rojo aspiraba a conseguir sus objetivos, y mi hermano, junto con ellos, soltaba balazos y luchaba, claro está que todo era por y para la patria. Y mi hermano reclutado era feliz y sonreía al creer que su utópica expectativa algún día se acabaría cumpliendo. Pero no nos engañemos, mi querido lector, hemos de recordar que eran tiempos de una España difícil, una España que en nuestros días parece casi mística, una España donde nadie esperaba nada y nos conformábamos con llevarnos un poco de pan a la boca, unas migajas de aquel pan duro que mi padre preparaba en el horno de piedra.
Y a pesar de todo mi hermano seguía luchando en esta época de anarquistas, de intelectuales exiliados, de rojos revolucionarios y de conservadores maricas (monárquicos sistematizados en ideales de mierda) Porque recuerda, mi querido lector, que en aquella época cualquier ideal era absurdo y estaba fuera de lugar. Mi familia y yo permanecíamos en el gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, con las ventanas cerradas y los visillos puestos, sin quicios ni rendijas abiertas, y había días en los que permanecíamos callados, muy callados por el miedo a lo presente y no tan lejano.
Pero yo mientras tanto, disfrutaba de tardes macondianas en el jardín de la casa haciendo bordado tal y como me enseñó mi madre, o bien haciendo ovillo con la aguja de gancho. Otras veces leía libros antiquísimos que presentaban un color amarillento y tenían páginas arrancadas. Pero yo era feliz, muy feliz, y soñaba con Aureliano Buendía, y soñaba con ese mágico libro que se publicaría años después a la Guerra Civil, y aunque García Márquez aún no había publicado su novela, yo vaticinaba su encuentro, su salida al mundo y en ocasiones también comía grandes puñados de tierra y lombrices, tal como después lo haría la huérfana de Rebeca.

Y ahora estaba ahí, de nuevo, habitando ese caserón abandonado, ya sin mis padres, sin mi hermano, sola, con la esperanza y la aspereza de reencontrarme con mi vida pasada. De volver a entrar a mi habitación, y encontrar mi muñeca rozando lo asceta, y de volver a comer tierra y cal de las paredes, y de reencontrarme con esas migajas de pan duro, y con ese gran reserva del 69.
Esa casa me hacía volver a la infancia con tan sólo cerrar los ojos. Y me volvía a ver sentada en el columpio del jardín, regando los geranios o contemplando los cerezos.
En esa casa me enamoré en esos tiempos tan difíciles, y todo aquello era un amor contrariado aunque sin tiempos de cólera, pero sí un amor imposible, inaudito. Imagínese, mi querido lector; yo, una niña de ocho años en tiempos de la guerra civil, enamorada de un compañero de guerrilla de mi hermano muerto. Un compañero que rara vez aparecía por mi casa, y que yo espiaba desde el jardín y observaba con detenimiento. Un compañero que por las noches abrazaba con fuerza semejando que era mi almohadón de plumas. Mi hermano, cuando llegaba a casa, lo invitaba a beber vino, ese gran reserva del 69 y él aceptaba con orgullo y dignidad, con un orgullo rojo que anonadaba su sangre al igual que la de mi inolvidable hermano. La verdad es que nunca supe qué fue de mi gran amor, supongo que también lo mataron en la guerra. Supongo que su cuerpo estará perdido y arrojado en algún descampado muy lejos de aquí, al estilo de los campos de concentración de Auswitch, junto al pelotón de fusilamiento. Todo eso no importaba nada ahora, cuarenta años después, cualquier dato sobre mi amor platónico era innecesario por hiriente. Cualquier noticia sobre “El Meca” (que así lo llamaba mi hermano), estaba completamente fuera de lugar. Sin embargo, al encontrar algunas de sus fotos aún me estremecía y lloraba, lloraba mucho. Lloraba tanto que mis lágrimas regaban los geranios del portón del jardín, y conseguían fructificar y dulcificar aquellas almendras amargas que yo, con ocho años me llevaba a la boca y saboreaba como si fuesen el manjar más delicioso que había comido nunca. Tras quedarme parada, pensando largo rato, bajé al horno de piedra de mi padre y me abarcó de lleno un sentimiento nostálgico porque ya no quedaban migajas de aquel pan duro que yo, Clara Buendía, robaba a mi padre a hurtadillas, a escondidas, cuando me colaba en la habitación del horno andando de puntillas, para que nadie pudiese escucharme, para que nadie se enterase de mi afición por la cleptomanía. Sí, y es que a mí, a pesar de ser una insolente e insignificante niña de ocho años, me gustaba adentrarme en las mafias infantiles, y así me hice cleptomaniaca. Sí, cleptomaniaca –me encanta esa palabra, no sé porqué-. Mis padres, ¡ay¡ mis padres. Yo los quise y los quiero con locura, con una sensibilidad casi hiriente que me aferraba irremediablemente a ellos, con un deseo de abrazarlos en este tiempo presente, en este tiempo difícil.
Yo formaba parte de una estirpe condenada a cien años de soledad, me dí cuenta desde el primer balanceo que experimenté con ocho años en aquel columpio sucio y mugriento y sin dudarlo se lo comuniqué a mis padres, y ellos reían con fuerza, creyendo en la verosimilitud de mis pensamientos y en mi ironía, en la ironía propia de una niña de ocho años, aún sin la inocencia perdida y aún sin el alma rota.
Mis padres me abrazaban todas las noches y yo les sonreía y me contaban historias de la guerra, de aquella guerra que yo aceptaba con arraigado estoicismo, con una gran capacidad de aceptación y superación de la realidad presente.
Aquella noche, cuarenta años después y pensando en mi hermano con un terrible recuerdo, abrí un martínez bujanda y paseé largo rato por los inmensos pasillos de la mansión, de aquella mansión que envolvió toda mi vida, de aquella mansión de la que ahora sí estaba segura que tan sólo quedaban cenizas.

Tras un día realmente abrumador causado por la irremediable vuelta al gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, salí de nuevo al jardín, y en un resquicio olvidado, sobre unos extraños montículos de polvo y arena, encontré a mi muñeca, el regalo de mi madre. Estaba enterrada en ese gran montículo cruel que me arrebataba a cada instante mis recuerdos más sagrados. En aquel momento entendí que todo aquello era el final, que estaba sola, inmersa en las páginas místicas de un libro aún por escribir, flotando entre las líneas mágicas del futuro Macondo.
Entonces, yo, Clara Buendía, la última de la estirpe, comprendí que estaba inmersa en la ciudad de los espejos (o los espejismos), confirmé que siempre había vivido en Macondo y quise hacer mi propio augurio, determinar mi final según había leído en los viejos pergaminos ataviados por Melquiades.
Pensé en atarme a un castaño y enloquecer en aquel árbol sin sombra como José Arcadio Buendía. Pero eso implicaba sin duda, ser la primera y la última de la estirpe, con lo cual, descarté la opción por insólita. Luego se me ocurrió dejarme morir en el mecedor de mimbre o de bejuco donde tantas tardes contemplé mi soledad como Amaranta Úrsula. Pero eso era demasiado cruel, demasiado lento y silencioso y me tiraría toda la vida llorando, sentada en aquel mecedor mimbroso vestigio de mi infancia, y así rechacé de lleno esta otra alternativa.
Por último, pensé seguir comiendo tierra como Rebeca, y así dejarme morir intoxicada por el insulso sabor de las lombrices o de la cal reseca de las paredes. Pero no podría soportarlo, de hecho odiaba el sinsabor de la tierra, esa masa pastosa entremezclada con lombrices y pequeños gusanos. Sólo comía tierra para evocar al Meca, como castigo por su muerte, como sentimiento de culpa hacia su persona, por no haberme mostrando nunca junto a él, ni haberle revelado ese misterioso secreto.
Decidí no elegir ningún final para mí, y tan sólo me hice una pregunta que permaneció hasta el fin de mis días. ¿Porqué las estirpes condenadas a cien años de soledad no pueden tener una segunda oportunidad sobre la tierra?

domingo, 31 de agosto de 2008

Féretro de Agosto



Cuando ves perderse la última tarde de Agosto, el alma queda emponzoñada. Es como si fuese el último día de todos los días, como si en el limbo del corazón del hombre no quedase sino el recuerdo de todo lo anterior y de esta postrera hora. Entonces sientes que has tirado tu existencia a la basura y una gran mácula de polvo perla la eterna palestra de un erario vulnerado. Es como si quisieras abrazar a Horacio y venerar su tópico del “tempus fugit”. Como si sólo el poeta latino pudiese salvarte y tu vida lacónica sufriese un esplín y desde esta penuria de existencia una subversiva sensación de embozada anestesiara tanta perspicacia enjuta robada al estigio. Como si detrás no hubiese nada y atisbaras un abismo de insondable soledad. ES como si una protuberancia te persiguiera. Como si con zapatos ajados avanzase tras de ti para contarte que este es el último día en la tierra y sientes que ya no hay tiempo para nada, que el silencio es una preciosa forma de la eternidad a la que no estamos llamados. Como si todo el aire del mundo no bastase para salvar el hastío que aguarda el alma de un niño. Y no es suficiente conformarse con haber vivido y así recuerdas al caballero Bonald, y es que no somos más que eso: “El tiempo que nos queda”

Regreso a mi infancia


Había cientos de niñas en la piscina del hotel donde me hospedaba. Hacía un calor almibarado pero era fácil refulgir en Benidorm, así que al bajar a la piscina encontré a esas dulces niñas de las que ahora hablo. Niñas todas iguales pero a la misma vez distintas. Unas llevaban bañadores de flores y otras bikinis de colores vivos, mezcla de fucsia, azul y amarillo. Nadaban y me salpicaban agua. Lo hacían con un espíritu apacible de modo quedo y silencioso. Chapoteaban mientras yo leía a Baudelaire desde una hamaca de la terraza y en ese momento me fijé en ellas. Algunas llevaban manguitos y otras buceaban. Cada una de esas niñas lo hacía con la inocencia propia de la infancia. ¡Adorada infancia! Y yo recordaba también mi infancia ahora añorada. Acaba de salpicarme otra niña y ha empapado esta servilleta de papel sobre la que escribo estos retazos de vida. Servilleta empapada de infancia que me recuerda este sueño de loca niñez. Fue entonces cuando descubrí que yo en otro tiempo fui alguna de esas niñas que ahora me salpicaban interrumpiéndome la lectura. Fui feliz porque aquella interrupción me trasladó años atrás. Fue la contumaz experiencia de estar reviviendo mi infancia. La experiencia de volar a paraísos perdidos a los que nunca podré regresar.

Profanación del Juego del Ángel





(Benidorm. Playa de Levante. 24 de Agosto. 11:36 p.m.)




Era triste y cómico al mismo tiempo. Leía sentado en una silla de playa, levantaba la cabeza y al rato, tras observar con impaciencia todo lo que acontecía en la playa, volvía la vista al inusitado libro. Suspiraba con impaciencia como quien busca algo que no existe con una mezcla de humillación y aburrimiento sobre sí mismo; creyendo que el secreto del cementerio de los libros olvidados podría estar en cualquier sitio menos en ese libro. Apenas leía con desatino, como un insulto a la librería de Sempere y al viejo negocio del sombrerero. Respiraba hondo y suspiraba y en esa respiración profunda y entrecortada se podía comprobar que su lectura era causa de la desidia y la desesperación. La forma de matar el tiempo de vacaciones durante su estancia estival en Benidorm.
Finalmente cerró el libro, suspiró de nuevo con agradable vacío y se puso a hablar con el móvil. ¡Eso si que era matar el tiempo de vacaciones! Hubiese sido mucho más gratificante que el no-lector; tomase una cerveza y una lata de berberechos y para degustarlos mirando al mar, antes que profanar la última novela de Carlos Ruiz Zafón. Pero así es este mundo escuálido y desbaratado que formamos todos. Me produjo una insondable tristeza ser partícipe de la deplorable y sórdida lectura de ese hombre, aunque por suerte, luego eché un vistazo por la playa levantina y atisbé a una portuguesa que no levantaba la cabeza de su libro. Por la portada, intuí que sería una novela policíaca en cuya trama intervendría algún crimen pasional, entramado a modo de sustentar el argumento. La chica portuguesa llevaba leyendo toda la mañana.
Entonces comprendí la sutil diferencia entre mirar con impaciencia y desesperación las páginas de un libro o por el contrario, adentrarse en la historia que el autor pretende transmitir en las mágicas galerías de las palabras a través de los vagones del alma.

viernes, 29 de agosto de 2008

Ariadna







Allí estaba ella, Ariadna, sentada en el mismo banco del mismo parque donde aprendió a ser feliz. Le temblaban las piernas y tenía la voz en un hilo, al tiempo que no articulaba palabra. Ariadna es… ¿Cómo explicarlo? Es el arte encarnado en persona, la magia de ser diferente, el sueño de una niña triste con ojos felinos y porción de luna azul. Todo su clímax la hacía diferente: su forma de ser la convertía en una adolescente rabiosamente atractiva, sus ojos de almendra dorada y sus labios melancólicos, de una belleza casi cuántica. Sin duda, la joven poseía una belleza que impactaba por el simple hecho de existir. Mientras contemplaba como las hormigas recogían las migajas de pan del suelo, vio pasar a un hombre de pelo cano y a dos niñas de pelo oscuro columpiándose con fabulosa alegría. Eran las siete de la tarde y ella seguía ahí parada, como una adolescente inútil, fumando cigarrillos de vainilla en el banco más olvidado del parque. Sólo ella sabía lo mucho que odiaba fumar y, sin embargo, seguía haciéndolo, como una obligación casi de irremediable orden existencial y humano. Odiaba el olor a humo y que, tras darle las últimas caladas a su cigarrillo, se le quedaran amarillentos los dientes, casi de un color indefinido, entre blanco sucio y beige crema. Ariadna, entre el bullicio desalentado de las niñas y el cansancio inagotable de las hormigas, seguía balanceando su alma en una pugna de pasiones heridas, de ruegos sensibles, de torturas inefables. El cielo azul eléctrico tornado de matices grisáceos tejidos en claroscuro acechaba con una posible tormenta. Y ella, la hermosa Ariadna, se alzó de dinamismo y avanzó hasta que sus converse dejaron atrás el parque y la condujeron hasta la vía del tren. Siempre llevaba converse, siempre. Ese era su gran signo de identidad, su marca, su gráfico, la forma de que los demás la reconociesen con tan sólo mirarle los pies, sus converse all star de color morado. Mientras caminaba, pensaba que sería más bonito injertar lepra a una rosa que el sentido de su propia vida, y es que Ariadna estaba sola y perdida, y lloraba mientras sus lágrimas se confundían con el olor a vainilla del tabaco. Tras largo rato caminando, llegó a la estación, pero no había trenes; no había nadie a su lado, pero no se sentía sola. La vía férrea había sido sin duda su hábitat existencial en los últimos tiempos, allí conoció a la persona que más marcó su vida, de la cual se enamoró. Tras un vuelco constante de sentimientos y espinas de pasiones pasadas, recordó la famosísima frase de García Márquez en El amor en los tiempos del cólera: “El olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”. Y pensaba en Florentino Ariza y Fermina Daza, y en su historia de amor a través del tiempo. Luego cerró los ojos e imaginó estar en Macondo, inmersa en la ciudad de los espejos (o los espejismos). Sacó de su mochila los versos satánicos de Salman Rushdie y repitió en voz alta: “para volver a nacer antes tienes que morir”. Morir, morir, y la palabra “morir” seguía introyectada en su subconsciente, como un oxímoron barroco o una paradoja intrínseca basada en un pragmatismo tetrapléjico. Se acordó de su abuelo, que había muerto a causa del paludismo. ¡Qué triste y qué cómica al mismo tiempo la palabra paludismo! La última vez que lo vio fue sentado en el banco del parque. Luego pensó en su amiga Berta y en sus problemas con la droga. La palabra heroína estaba clavada muy dentro, como un puñal imborrable y una brecha eterna abierta en su interior. Pero Ariadna no podía hacer nada, nada. Luego se acordó de su gran amor, Marcos, a quien sus padres le prohibieron verla. Siguió acordándose de Marcos y recordó la última vez que se vieron en la estación, construyendo una vida entre vagones, en aquella estación donde se entremezclaron sus besos de acero con el humo de los trenes. Recordó aquel 13 de Junio, el último día que se vieron, un día solitario, casi nostálgico aunque embriagado de magia lúcida y sensualismo.
Nada importaba ya, ni su abuelo muerto, ni su amiga metida en el ignominioso y sórdido mundo de la droga, ni su amor por Marcos. Ariadna seguía sufriendo “in hac lachrymarum valle”. Tras el llanto y desolación llegó la noche y un viento gélido azotaba con fuerza su gélida espalda, congelada y hundida en el dolor. Ella dormía acurrucada sobre sí, encogida en su propio precipicio, en los raíles malditos que descarrilaron su corazón. Soñaba como medio de salvación, como salida hacia el inframundo de su vida, soñaba con la desmedida esperanza de que su vida tan sólo era un sueño. De nuevo, revoloteaban en su psique los versos satánicos y la palabra “morir” ¿y qué importaba todo eso? Ahora estaba soñando y estaba a punto de ser feliz.
Ariadna seguía dormida al tiempo que Marcos vagaba sin rumbo camino a la estación. Todas las noches iba a aquel lugar para evocar su invulnerable recuerdo. Llegaba con el atardecer y leía un rato un libro de poemas que ella le regaló hace años. Sin embargo, esa noche fue diferente, Marcos al verla allí tirada en la estación después de tantos años, quedó sorprendido, atónito, le acarició la mano con la suavidad de una pluma y ella despertó asustada, embriagada en su colonia afrodisíaca. Aquella noche, hicieron el amor en la vía del tren, aquella noche Ariadna fue feliz, y Marcos encontró la dama que perdió hace años. Aquella adolescente mística con nombre de araña. Su princesa de la dulce pena y su niña de los ojos tristes. Entonces Ariadna comprendió que estaba en Macondo y que no podría salir nunca más de ahí, y tenía la certeza de que las estirpes condenadas a cien años de soledad sí tenían una segunda oportunidad sobre la tierra. Además sintió el olor de las almendras amargas, camuflado en cada uno de los besos dulces y punzantes de Marcos. Ambos recordaron la última película que vieron juntos antes de que Marcos se alejara de ella por orden de sus padres. Pero ya no había barreras, porque las barreras más fuertes las pone el amor. La película mágica que fortaleció su amor fue la sublime producción de Isabel Coixet, “Mi vida sin mí”.
En ese momento, Marcos dijo en voz alta tras besar su lengua de yodo, la frase de aquella película que sellaba su amor por la eternidad: “Me encantó bailar contigo”