miércoles, 29 de octubre de 2008

Mujer de cicatrices





Tú eras mujer de cicatrices, lo supe desde el primer momento en que te vi. Tus ojos también me lo decían y lo aprobaban tus lágrimas. Eras mujer de cicatrices porque sonreías mientras por dentro llorabas, porque amabas a pesar del daño que te hacía seguir amando, porque permanecías en silencio a pesar de querer gritar.
Eras mujer de cicatrices porque te enfrentaste a tu vida, porque nadie te ayudo a luchar contra el miedo, porque nadie te tendió la mano. Porque todos prefirieron dejarte con tu dolor, con tus preocupaciones. Eras mujer de cicatrices y eso te hacía fuerte, te hacía grande, de confería una cualidad diferente al resto, porque ser mujer de cicatrices es extraño y difícil, pero a la vez te permite alzarte de valor, de ese valor que tú siempre tuviste, de ese valor que aún conservas y que nunca perderás. Porque la vida es una herida inmensa, una laguna Estigia de sangre congelada que poco a poco hay que evadir y cruzar a la otra orilla. Por eso, cuando te vi, mi intuición no falló y divisé tu efigie de ángel salvando su soledad y sus recuerdos. Supe que jamás encontraría nadie como tú, que jamás se cruzaría en mi camino alguien que tuviera tus ojos y tu sonrisa. Porque tú siempre sonreías, y daba igual la circunstancia, pero la sonrisa era perpetua en tus labios. Tus ojos siempre brillaban aunque quisieran llorar lágrimas de sangre. Siempre mostrabas el gesto amable de la paciencia, la rosa bella de la superación.
Por eso, cuando te miro sé que no me he equivocado en todo esto. Eres y serás mujer de cicatrices, porque tú sola has forjado tu camino entre sendas intrincadas, y sólo tú supiste curar la gran herida de la vida. Tú sola conseguiste derrotar a todo el que se puso en tu camino. Tú conseguiste encerrar en tu puño todas las heridas que llevabas a tus espaldas. Supiste alcanzar la dicha por tus propios méritos. Porque el coraje te identifica y cada punzada, cada herida, poco a poco has sabido curar como algo inefable. Por eso te admiro a tí, mujer, mujer de cicatrices.




jueves, 23 de octubre de 2008

La Señora Envidia






Me lo dijo un señor gruñón y calvo. Era un día como hoy: el cielo anaranjado y nubes negras a lo lejos tapiando muros de estelas presurosas. No hacía frío, pero tampoco se percibía un calor abrasante ni corrosivo. En el aire había sabor a azufre, era una lluvia metálica de sabores químicos. Fue esa tarde cuando me encontré al susodicho gruñón y calvo, que acercándose a mí, me dijo:


-La envidia es como una señora gorda y lujosa, que viste de abrigo de piel y come pato a la naranja los domingos. Es más, es como una Señora con implantes bucales y dientes de oro que pasea entre la gente luciendo los ropajes y destilando ese tufo absoluto a algún perfume carísimo de marca de alto prestigio.


Entonces me quedé pensando, no sabía bien si soñaba despierta o si realmente me había topado con el hombre que me habló de esa Señora llamada Envidia.

En realidad, odio el olor cargadísimo a perfume de grandes marcas, es una sensación tan repulsiva, que casi prefiero tener que sentarme a comer con Doña Envidia (claro que, eso también implica olerla, respirarla. Por lo tanto, no sé qué decidir).


Tras unos minutos de confusión, el tipo gruñón y calvo, -que tenía pinta de sabio fanfarrón mientras se encendía un puro e inhalaba su aroma- desapareció ante mis ojos.

¿Qué quiso decirme con su símil entre la envidia y esa señora?


Lo que estaba claro es que no me gustaría parecerme a esa Señora gorda que destilaba ese olor tan desagradable. Entendí que la envidia es una plaga infecciosa, una fiebre que hay que erradicar para entender de una vez por todas, que la envidia – o la realización propia a través del calco de un ser ajeno- no provoca sino falta de identificación humana.


¡Envida sana! ¡Envidia sana! Eso no existe, tan sólo existe la llamada “admiración ajena”, es decir, sentimientos de aspiración propia a partir del otro.

Porque cuando el sol roza en las nubes, el éter desprende el ígneo candor que juega a entretener las almas, y así cerramos los ojos, acariciamos la cara a las personas que queremos y lloramos por aquellas que no están.

Sentimos como masticando la nada, cómo ese señor gruñón, disfruta como rutando el vacío premeditado de la ignorancia. Y es muy hermoso entrever la línea azul-verdosa recortada en la lejanía, mientras miramos en nuestra propia dirección, nuestra perspectiva particular y propia. Así somos. Somos lo que queremos ser ajenos a todo y muertos de desazón, como si esa rabia de la envidia habitara de alguna forma en nosotros, queriendo darnos a entender algo que ni nosotros mismo sabemos. Porque en definitiva, ese es el problema: “No sabemos”.

No sabemos, pero somos y eso es aún más importante. Y mientras seamos debemos combatir contra esos sentimientos que nos aprisionan, que no nos hacen libres.

No quiero envidia, no quiero sentimientos coercitivos, sentimientos que destruyan. Porque como dijo mi amigo fanfarrón –gruñón y calvo-, la envida es como una señora gorda y lujosa.




miércoles, 8 de octubre de 2008

Relojes de tristeza








(Tic-tac, tic-tac, tic-tac)


“No me apetece” –dicen- . En realidad a nadie le apetece estar como un tonto delante de la pantalla del ordenador leyendo las chorradas que otros escriben en su miserable blog. A nadie le apetece y lo entiendo. Entiendo que es mucho más cómodo estar en una terraza de verano bebiendo jarras de sangría con martini bianco o simplemente sin hacer nada. Sin hacer nada de nada. Ahora se lleva alcanzar la locura a ponchazos –y no me seas carca, ¿eh, tronco?- Lo entiendo pero no lo comprendo y en realidad ni me duele ni me quema que sea así. Es una mezcla de indiferencia y resignación. ¿Acaso todo es resignarse? ¿Quién inventó esa palabra? ¿Por qué todo va al revés? ¿O acaso soy yo la que no miro de frente la realidad, y vago entre titubeos, entre espectros, entre sombras? Precisamente hace unas semanas, haciendo zapping –otra preciosísima palabra de nuestros amigos los americanos- coincidí con un programa en el que estaban presentando un libro “La suite de Manolete” o algo así se titulaba, y hablaban de todo esto. De la dificultad que presenta cualquier actividad realizada hoy día. Hablaban también de la complejidad de ser escritor hoy día, porque parece que ya está todo escrito en el mundo y que no hace falta que un tonto fanfarrón te cuente historias inventadas que ya no vienen a cuento. Era una crítica fantástica sobre la descerebrada sociedad de la postmodernidad. La poesía está infravalorada, parece que absolutamente todo está dicho. Si escribes ceñido a unos parámetros métricos y literarios, estás plagiando a los Renacentistas del siglo XV, con lo cual esa sórdida escritura no acontece ningún mérito, ni propio ni tan siquiera ajeno. ¿Qué le vas a contar tú a Juan de Mena que él no sepa? ¡Já, qué irónico!. Pues “tururú”. Todo implica calco, volver a reiterar lo establecido. Supone remontarte más de cinco siglos atrás para volver a re-escribir algo que ya estaba más que dicho. Por el contrario, si te decides por escribir verso libre, sin ningún tipo de rima, también resulta que estás copiando –más que copiando, imitando- a Cernuda y a otros maestros del verso libre. La temática es amplia, pero a la vez está muy ceñida por todos estos factores que envuelven el mundo catártico de las letras.



(Tic-tac, tic-tac y una voz en susurros: "Corre, se acaba tu tiempo)



Sin duda el siglo XXI es un siglo de plena catarsis, cuya caótica actividad no deja sino para decir y afirmar: “Jo tía que guay” o “Acho, nena, ¿no te quedan pitos?” Y es mucho más sencillo llorar de aburrimiento, o divertirse viendo Gran Hermano 10 – que no es más que una copia del personaje creado por Orwell en su novela 1984- el ojo que lo vigila y lo manipula todo. Porque todo ha perdido el sentido privado que se le otorgó en otro tiempo. Todo es público y da pena ver como los famosos se vanaglorian exponiendo su vida. Vida que está al alcance de todos, en la mano de todos, absolutamente de todos.

Otro aspecto crudelísimo de la literatura, es que sin duda supone sacrificar tu propia vida, tu propio tiempo y tus propias horas, dejando todas tus apetencias a personas inventadas que ni tan siquiera existen y que nunca –a objeción de la masa- podrán cobrar vida ni ser considerados más que como tales “personajes de ficción”. Ya que según escuché el otro día en boca de una bien sabida, “el escritor cuando crea personajes en sus novelas, se va matando a sí mismo”. Llegará el día en que los profesores estén obligados a decir en las clases a sus alumnos: “Nenes, Tate, ¡No leer! ¡No coger un libro! ¡Ni se os ocurra leer! Y todo será más feliz sin letras, todo resumido, asumido y consumido al conocimiento de lo mínimo. (2x2=4 , 3x3=9)

¿Y 3x4? ¿Eran doce? ¿Catorce? ¿Tal vez dieciséis?

¿Qué estamos haciendo? Creando destrucción, autodestrucción física y mental. Resulta irónicamente trágico comprobar como es en este mundo postmoderno cuando el ser humano tiene más posibilidades para formarse, para aprender, para tener una vida digna; y sin embargo no es capaz de aprovecharlas. El hombre del XXI vive tirando piedras sobre un lago seco, sobre un lago triste, sobre un lago pobre. No hay restos de aquellas aguas diáfanas que reflejaron en otro tiempo, su cuerpo, su espíritu y su alma.

Sin embargo, yo lucho por lograr que no me maten el amor, las ganas, las ansias, la vida. No puedo permitir que extirpen el saber, el sentido, el criterio propio.

Ahí está el verdadero sentido ignoto de la existencia. La mayor virtud que ofrece esta vida, es poder elegir qué hacer con nuestra existencia, con nuestro tiempo. Unos decidirán seguir al resto, no separarse del rebaño, no perder la posta marcada por aquellos que le acompañan, que le guían; pero que –para desgracia de muchos- sólo unos pocos lograrán, tras sendas de incesante búsqueda hallar el verdadero y único sentido de la existencia. ¿Qué nos queda esperar? ¿Qué tiempo es éste que vivimos o que nos vive? ¿Cuándo acabará este periodo de letargo? ¿Quién revistió de sombras los albores del otoño? ¿Hasta cuando ésto y porqué? ¿Qué nos queda sino nosotros mismos? ¿Por qué somos y quién nos hace ser? ¿Acaso se acabó el tiempo de las almas? ¿Por qué somos grandes ángeles en un mundo pequeño? ¿Acaso jamás extenderemos nuestras alas? ¿Nunca nos atreveremos a volar? ¿Seremos tan cobardes como para seguir replegados sobre nosotros mismos? ¿Somos seres invadiendo el tic-tac de relojes de tristeza? ¿Por qué cada día vamos muriendo un poco más? Sigo buscando, buscando, para no morir más, para no morir cada día un poco más.



viernes, 3 de octubre de 2008

Palabras de otro cielo




Se acabaron las madrugadas,
los deseos,
las promesas,
las estrellas
y los sueños.
Llegó el tiempo de letargo y no hay
vuelta atrás
y aunque no es el último día
en esta maravillosa tierra
ya no habrá nada de lo anterior,
es la profecía cumplida.
Gira este sueño blanco en perfecta
veleta de grises lamentos y recuerda
y olvida –cual Leteo cruza la otra orilla
en raudo deseo- porque… ¿ahora qué?
Pues ahora todo,
todo lo que se negó a darnos el tiempo anterior,
los deseos,
las promesas,
las estrellas
y los sueños.
Y si amar es renunciar a lo que queremos,
vivir es aceptar, que jamás
ni tú,
ni yo,
y siempre fue como encerrar todo el aire del mundo
en cámaras de gas en el vacío
sabes que no era la hora ni el tiempo
ni el minuto, ni el segundo
porque no era aunque fue
(quisimos ser y nos devastaron los sueños)
que nunca estuvo escrito,
que el rayo se apagó y ahora
vivir en los pronombres no es alegría tan alta,
sino vestigio pasado,
mientras aprendo el color de la nostalgia
y saboreo la luz incandescente de las hojas
de otoño, y su chasquido al pisarlas
mientras tú ya no vas de mi mano, sino impreso
en la memoria de lo que fue sin quererlo,
como no quieren dos lágrimas
encontrarse
y refulgen en el sudor de lo profano donde nada tiene esencia
porque tú te la llevaste
lejos quizá, fatigas y azogues
que como viejos espectros,
son nuestro total siempre en cero
siempre sin madrugadas siempre
con las noches de nunca
con los amaneceres de nunca
que aunque nunca fue tarde
nunca hubo lugar para nosotros.
Me lo decía la lluvia cuando yo
miraba al cielo,
me lo decía tu voz, cuando miraba tus labios
y tus ojos, y tus manos,
también me lo decían,
Que era como pedirle frutos
“A un olmo viejo henchido por el rayo
Y en su mitad podrido”
Y ahora –el ahora vertiginoso del día a día-
rompe en llanto entretejido el cielo.
No hay más cielo.
No es el cielo de siempre, ese azul que mirábamos
juntos mientras me decías que
Ariadna no nació sino para Teseo.
(Quisimos ser y nos devastaron los sueños)
Esas palabras, tus palabras,
ahora quedan lejos, y desde ese abismo blanco
soy capaz de atisbar lo que fuimos
y que nadie se empeñe en negarlo
pues eres, más allá, a lo lejos, todo el mundo
que queda presente tras el crepúsculo.
Nadie puede, ni podrá
Son palabras de ausencia,
Palabras que advienen de otro cielo.


(Contar las estrellas no era suficiente,
no pudimos con el cielo y ahora,
piensa en todas las flores de plástico del mundo
y dime.... ¿Fue tan dificil? Creo que no.)