sábado, 20 de septiembre de 2008

Ya no me acuerdo...



Ya no me acuerdo,
de tu tobillo menudo,
de tu figura sencilla
que era la luz en mi luna,
como una chispa crispada, torbellino
de tu arquitectura salada
de tu llanto dulce
melindroso,
nunca estéril ni yermo,
nunca llanto ni quebranto amargo,
llanto de vida y letargo,
ya no me acuerdo.

Memorias de ti no quedan
sino en mi memoria vacía,
sedienta de tu cuerpo alejado,
de tu rostro gracioso,
de tu medianía adorada,
de tu llanto paciente,
de tu risa robada,
de tus palabras sedientas,
pues no hay palabras
sino silencio que
habla, mientras que
yo no me acuerdo
de tus besos jugosos
zumo de limón y escarcha,
de tu boca indefensa,
de nada,
de nada me acuerdo.

A pesar de que eres,
mi rayo que no cesa,
cual melancólico hernandiano,
carcelero de este inmemorial
de imposible recuerdo
de imposible olvido,
carcelero.
La voz a ti tengo debida,
te debo el alma en un soplo,
en una cadencia,
de tus pestañas de nieve
de tus pupilas enormes
de tus manos dilatadas,
espaciosas,
entrelazando mi cuerpo,
en un reloj de alarma cóncava,
para adentrarme en tus horas,
dueño incluso de lo que no se retiene
en la memoria de un beso,
pues hay más,
mucho más,
más allá de los besos,
más allá de los labios,
más allá de los pronombres
más allá de nosotros,
más allás hay más.

Por eso,
en esta noche en que
el silencio ha sido más fuerte,
borra ya el olvido,
cierra los ojos,
como un niño ciego que lucha
por no ver sino el color de las almas
teñidas de azul cobalto,
surgiendo del mismo verso que
rompe el llanto y sonríe,
como cuando de ti me acordaba.
Por eso,
con las manos en el regazo
tendidas sobre ti,
ámame mucho,
ámame y entonces,
me acordaré,
me acordaré de tu figura,
de tu carne, de tu ser.
Y será tristemente hermoso,
sentir como eres yo,
-protagonista de mi recuerdo-
y así seremos,
el mismo llanto dulce,
rostro, risa, palabras,
y no habrá silencio
sino el silencio propio
de nuestros besos,
el de nuestras lenguas ígneas,
volcanes de lava,
murallas de besos,
y siempre te daré mi mano cóncava,
sobre tu espalda convexa,
para que nada bueno entre los dos
acabe,
para que nada entre los dos
acabe,
para que nada
acabe,
para que…

sábado, 13 de septiembre de 2008

Los trenes rojos



Se van,
se van los trenes, fuego
y lumbre térmica del día que resplandece
y yace, en el lecho ardiente,
que como tú,
se han ido,
se van.
Ya es tarde y es triste verlos marchar, desquiciados
de mentira, contagiados de esencia
de carcoma y hojalata,
de suspiros estridentes,
de suburbios y desorden
que me ordenan verte marchar
de suspicacia
y reticente sofisma, fogaje
de ver que parten
y se me parte el miocardio, veneno
aquiescente del morir,
del no volar sino con felonía
subversiva pasión,
del que se va, del que anduvo
un día por raíles sediciosos,
contaminados de espiroqueta, caletre
que hendido en la vicisitud
(como se bifurcan dos almas, hacen camino
Y salen a dar a la otra orilla en donde nada
-Y digo nada- es lo mismo tras el último regreso)
que rompe el humo,
el fuego,
las cenizas,
los restos de esa última estación
como eritreo lacerado
del que se va. Máculas de sueño,
insomnio, en las vías del tren,
yace tu nombre elegíaco,
lapidario, de féretro lívido
anestesiado, desquitado,
olvidado desdén del que se ha ido,
del que se fue,
del que no está,
del que como aquellos trenes,
marchó en un lampo de miseria
al otro Estigio,
meliflua pasión asesinada,
cénit de muerte,
canícula insaciable,
pues te has ido,
como los trenes rojos, fuego,
y lumbre térmica, que por ti,
yace en el lecho que resplandece.
Aunque quede apenas, una sola
esperanza vacua de no morir,
de no marchar,
de quedarse,
pues al regreso todo cambia,
y no permanece la llama que;
encendida en tácitas madrugadas
resistió al frío invierno, sobrepasando,
incluso, las noches veladas por la luna.
Aquí estoy (separada en dos heridas cómplices
del mismo fuego que encendió las almas
en nuestro tálamo intermitente),
en aquella ambrosía,
lumen de una vida a tientas.
Sigo aquí, en las vías,
contemplando los trenes rojos, en esta noche,
que como tú;
Se van.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Tardes de ceniza



Días de lluvia. Me gustan las tardes de lluvia. A veces se ansían tras la canícula insoportable, tras el sopor de los rayos candentes del sol, de las mañanas a destajo de verano asfixiante. A veces es hermoso disfrutar del llanto de la lluvia, tras el tórrido estío y ver como reluce el cieno y vuelve a brotar el rocío y la humedad ostensible hace callar al bochorno. Así poco a poco, al igual que el calor, todo empieza a menguar. Las tardes son infinitamente más cortas, el sueño disminuye y las tácitas madrugadas en una terraza de verano, también se esfuman como un soplo tajante de aire fresco.
Es así, y es hermoso contemplar como la vida, como un ciclo, va variando y lo perenne se vuelve caduco, mientras se contempla la solemnidad del hastío. De un hastío otoñal que se antoja cercano, que parece latente y visible y que poco a poco contribuye a que la vida en la tierra sea diferente y cambie por momentos o por estaciones. Así parece que todos los habitantes de la tierra paseamos en una hermosa goleta que nos conduce a morada inhóspitas, a miles de locus que jamás imaginamos habitar entre tanta gente. Poco a poco nuestro transatlántico se va colmando de sueños como una gran escuna cual fénix reluce en lo alto, henchido en el centro, consagrado por la lumbre del declive. Entonces vuelvo a adorar Macondo, y me siento orgullosa de haber leído a Vladimir Mayakovsky y mi alterego semeja un carrousel. Siento muy dentro el Abrazo de Vergara, la anestesia mortecina que corroe la sonsa y deshace los helados de vainilla que saborean los niños mientras dan patadas a un balón en la plaza del parque. Es como si me hubiese inyectado quinientas mil toneladas de nepentes, y toda tristeza se hubiese precipitado por el dulce y amargo Léucato. Sin embargo, hecho de menos las noches
veraniegas en que los amantes se cogían de la mano, sin miedo al frío posterior, sin temor al albedrío desencajado que se hacía presente en la ciudad. Poco a poco las palabras se agolpan entremezcladas con lágrimas, con la misma deslealtad de un piano desafinado y sin teclas negras, o como una rapsodia en si m, o un vals en compás de 4/4.
Sin cosas paranormales, como esas lágrimas que se divisan a través del cristal, lágrimas vestigio del pasado, lágrimas de nostalgia, lágrimas de alegría. En fin, lágrimas. No es difícil levantar los pies del suelo, el problema es volver a pisar las baldosas, el problema es volver a tejer con el mismo hilo que dejamos abandonado tiempo atrás, con la misma serenidad que teníamos cuando éramos. Y ahora que somos, lo importante es el camino, lo importante es seguir, ya sea en días estivales o en estaciones posteriores cargadas de insomnio frígido. Agolpadas por miles de preocupaciones, abigarradas a miles de frases que colman como un éxtasis de árboles cenicientos. Es dulce sentir el sabor de la sangre coagulada, el llanto congelado de lo que fue y la incertidumbre y el pavor de lo que será. Pero sea lo que sea; otoño, verano, invierno –dejo la primavera en una clasificación al margen- lo más gratificante es seguir caminando a pesar de las piedras. Ya lo dijo Eduardo Galeano: “Ella está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino dos pasos y el horizonte queda diez pasos más allá.Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar”.
Caminar es lo único que importa, ya sea para alcanzar la meta o para despeñarse para siempre. La vida constituye riesgo, es difícil seguir tejiendo en estos laberintos a los que poco a poco nos adentramos, con temor y rabia, con celos y desencanto. Me apasiona verte y que no me veas, es realmente fabuloso ver como cae la lluvia y tras el cristal te diviso. Sólo entonces puedo comprender que sigo viva y que por el momento, quiero seguirlo estando. No podría terminar, el final se lo dejo al poeta:

Nadie pudo, ni puede, ni podrá por los siglos de los siglos

arrebatarme tanta felicidad

..........................

Desisto de adentrarme en su recinto,

no tengo fuerzas para celebrar

la melancólica liturgia de la separación.

Sólo deseo ya dormir, dormir,

tal vez soñar...




lunes, 8 de septiembre de 2008

Letanía a las lenguas tiranas





Y no me importa el ¿Qué dirán? , mientras
dicen,
hablan,
blasfeman,
mas cada injuria la catarata rota vuelve
a otros labios, obscenas lenguas
que nacen y se vanaglorian
de entuertos, cuantiosa víbora
cuáquero ponzoñoso, núbil
madeja del que
habla por hablar,
dice por decir,
blasfema por blasfemar
boca sempiterna de muñones
pergeñada y enfermiza
ineluctable tentación de improperio.
Lenguas que dirán que fue,
es, y será el ultraje
del decir por decir,
y así hablaron, hablan y hablarán
en honor al oprobio del no-ser,
del no ser sino falacia inmutable
roca frígida por no cerrar
la boca que no vomita sino mentira,
insaciable esperpento de sombra
eterna, inoperante lumbre
de punzada grave.


viernes, 5 de septiembre de 2008

Retorno de un crepúsculo sin sombra







En el gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, es fácil rememorar entre vasijas de barro y arcilla, entre muebles polvorientos y cristales rotos, entre quicios de ventanas mal cerradas, entre orugas diminutas, entre agujeros de muebles roídos por las termitas, entre telarañas de acero y entre colillas sin humo. Cenizas, sólo quedan cenizas. Cenizas de barro que estercolan esta senda de olvido y soledad. Aunque todo estaba igual, yo lo sentía con un rumor de desvarío, oía el lamento del polvo desordenado, los rastrojos abismales y las siluetas olvidadas.
El fuego helado de matiz barroco me recorre cada día, sin más pretexto que lograr lo imposible. Voy de camino a las habitaciones de arriba, todo está turbado, como si un huracán silencioso se hubiera llevado todos los recuerdos que guardé en aquella casa. Las paredes parecían menos blancas, y se tornaban de un tono melancólico; nada que ver con el patio exterior de la mansión. Afuera aún seguían aquellas plantas silvestres que planté cuando apenas era una niña, podía observar un paisaje único adornado con almendros y un solitario castaño. Aún se conservaban los geranios, y aquellos cerezos; aunque sus tallos ya no estaban en flor. Incluso me sorprendió ver el columpió donde tantas veces disfruté tomando el aire en aquellas tardes de aroma cálido. Tras observar los exteriores volví a entrar en la mansión. Cuando me dispuse a subir al sótano, descubrí una caja mal cerrada, donde había numerosos bombones de diversos tamaños y formas, en el lado derecho de la caja, estaban los pergaminos que dejaron aquellas personas que han marcado mi vida. También encontré el tapete que me bordó mi tía con mi nombre; donde se podía leer “Clara”. Al poner la vista al frente; pude disipar las brumas entre cristales dorados, algún cuadro mugriento y con miseria e incluso alguna astilla de las patas de la mesa. A la derecha estaba mi habitación, antes de llegar a la casa me resultaba imposible recordar su distribución; pero todo seguía como siempre.
Mi cama con su manta de rayas de colores, aquel acuario que me regaló mi abuela, los dibujos abstractos que yo misma trazaba en mis ratos libres y aquel armario de altura infinita donde guardaba mis cosas. Me parecía extraño, notaba que algo faltaba en mi habitación; cerré los ojos por un momento para poder recordar. Ya sabía lo que faltaba, era mi muñeca de porcelana. Aquella muñeca que me regaló mi madre hace más de cincuenta años. Recuerdo que era una muñeca preciosa, con una tez pálida pero muy interesante, tenía los ojos como dos cristales verdes, los labios de carmín, el pelo anillado castaño claro y llevaba un vestido de flores de colores, con un paraguas de seda en tonos pálidos. No podía dejar de preguntarme dónde estaba mi muñeca, me era imposible quitarme de la cabeza su recuerdo, y más aún el recuerdo de la persona que me la regaló. Veía que los rayos del sol jugueteaban a esconderse, en una pugna perpetua entre los sentimientos vencidos y el retorno de un crepúsculo sin sombra, por tanto me tuve que dar prisa y continuar con el repaso de la casa. Así es que tras recorrer las demás habitaciones y no encontrar nada nuevo, bajé a la cocina. Todo estaba tal como yo lo recordaba; la mesa redonda tapada con un hule de cuadros, los armarios intactos, aunque algo sucios y desgastados por el tiempo, en las vasijas de barro aún se podían leer sus inscripciones e incluso aún se conservaban los visillos de las cortinas. Avancé por el siniestro corredor de madreselva que me condujo directamente a la bodega. La bodega era mi habitación favorita de la casa, cuando tenía algún problema o alguna preocupación, siempre me iba allí. Me sentaba al lado de unas tinajas enormes y contemplaba las paredes de piedra y el techo de madera. El saber que no estaba sola, y que estaba entre tantas botellas de vino, me hacía sentir segura. Sin darme a penas cuenta, bajé la vista, miré mis manos y me di cuenta que al igual que el vino, yo también había envejecido. Me di cuenta del paso del tiempo; porque las arrugas y los surcos de mis manos confirmaban mi vejez y te hago saber, mi querido lector, que no es fácil para mí contemplarme tal y como soy, y es que aunque no soy una anciana, ya me pesan los años.
Pues sí, yo he vivido toda mi vida en este gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, un lugar casi desértico y exótico, con grandes arrabales tristes que envolvían soledades muertas y locura, mucha locura en tantos años. Años difíciles en la España de la Guerra Civil y posteriormente en años de Franquismo. Años de miseria, de vanidad de vanidades, pero al fin y al cabo, años, mis años. Años que recuerdo con nostalgia y encuentro, años que aguardan mi vida, años que son mis propios años, los años de mis padres, los años de mi hermano muerto víctima de la guerra civil. Mi hermano el guerrillero, el que nunca se rindió, ese loco revolucionario que creía en la República y que cada 14 de abril sacaba su bandera, como un entusiasta más en este mundo extraño. Sacaba su bandera tricolor y una botella de buen vino; no sé si era un martínez bujanda gran reserva del 69, pero era un vino que yo me llevaba a los labios con resignación, un vino que dejaba apocopados todos mis sentidos, un vino que mojaba mis labios y curaba mis llagas, un vino que me escocía en mi boca desalentada, en unos labios llenos de pellejitos absurdos, de heridas mal cicatrizadas.
El ejército Rojo aspiraba a conseguir sus objetivos, y mi hermano, junto con ellos, soltaba balazos y luchaba, claro está que todo era por y para la patria. Y mi hermano reclutado era feliz y sonreía al creer que su utópica expectativa algún día se acabaría cumpliendo. Pero no nos engañemos, mi querido lector, hemos de recordar que eran tiempos de una España difícil, una España que en nuestros días parece casi mística, una España donde nadie esperaba nada y nos conformábamos con llevarnos un poco de pan a la boca, unas migajas de aquel pan duro que mi padre preparaba en el horno de piedra.
Y a pesar de todo mi hermano seguía luchando en esta época de anarquistas, de intelectuales exiliados, de rojos revolucionarios y de conservadores maricas (monárquicos sistematizados en ideales de mierda) Porque recuerda, mi querido lector, que en aquella época cualquier ideal era absurdo y estaba fuera de lugar. Mi familia y yo permanecíamos en el gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, con las ventanas cerradas y los visillos puestos, sin quicios ni rendijas abiertas, y había días en los que permanecíamos callados, muy callados por el miedo a lo presente y no tan lejano.
Pero yo mientras tanto, disfrutaba de tardes macondianas en el jardín de la casa haciendo bordado tal y como me enseñó mi madre, o bien haciendo ovillo con la aguja de gancho. Otras veces leía libros antiquísimos que presentaban un color amarillento y tenían páginas arrancadas. Pero yo era feliz, muy feliz, y soñaba con Aureliano Buendía, y soñaba con ese mágico libro que se publicaría años después a la Guerra Civil, y aunque García Márquez aún no había publicado su novela, yo vaticinaba su encuentro, su salida al mundo y en ocasiones también comía grandes puñados de tierra y lombrices, tal como después lo haría la huérfana de Rebeca.

Y ahora estaba ahí, de nuevo, habitando ese caserón abandonado, ya sin mis padres, sin mi hermano, sola, con la esperanza y la aspereza de reencontrarme con mi vida pasada. De volver a entrar a mi habitación, y encontrar mi muñeca rozando lo asceta, y de volver a comer tierra y cal de las paredes, y de reencontrarme con esas migajas de pan duro, y con ese gran reserva del 69.
Esa casa me hacía volver a la infancia con tan sólo cerrar los ojos. Y me volvía a ver sentada en el columpio del jardín, regando los geranios o contemplando los cerezos.
En esa casa me enamoré en esos tiempos tan difíciles, y todo aquello era un amor contrariado aunque sin tiempos de cólera, pero sí un amor imposible, inaudito. Imagínese, mi querido lector; yo, una niña de ocho años en tiempos de la guerra civil, enamorada de un compañero de guerrilla de mi hermano muerto. Un compañero que rara vez aparecía por mi casa, y que yo espiaba desde el jardín y observaba con detenimiento. Un compañero que por las noches abrazaba con fuerza semejando que era mi almohadón de plumas. Mi hermano, cuando llegaba a casa, lo invitaba a beber vino, ese gran reserva del 69 y él aceptaba con orgullo y dignidad, con un orgullo rojo que anonadaba su sangre al igual que la de mi inolvidable hermano. La verdad es que nunca supe qué fue de mi gran amor, supongo que también lo mataron en la guerra. Supongo que su cuerpo estará perdido y arrojado en algún descampado muy lejos de aquí, al estilo de los campos de concentración de Auswitch, junto al pelotón de fusilamiento. Todo eso no importaba nada ahora, cuarenta años después, cualquier dato sobre mi amor platónico era innecesario por hiriente. Cualquier noticia sobre “El Meca” (que así lo llamaba mi hermano), estaba completamente fuera de lugar. Sin embargo, al encontrar algunas de sus fotos aún me estremecía y lloraba, lloraba mucho. Lloraba tanto que mis lágrimas regaban los geranios del portón del jardín, y conseguían fructificar y dulcificar aquellas almendras amargas que yo, con ocho años me llevaba a la boca y saboreaba como si fuesen el manjar más delicioso que había comido nunca. Tras quedarme parada, pensando largo rato, bajé al horno de piedra de mi padre y me abarcó de lleno un sentimiento nostálgico porque ya no quedaban migajas de aquel pan duro que yo, Clara Buendía, robaba a mi padre a hurtadillas, a escondidas, cuando me colaba en la habitación del horno andando de puntillas, para que nadie pudiese escucharme, para que nadie se enterase de mi afición por la cleptomanía. Sí, y es que a mí, a pesar de ser una insolente e insignificante niña de ocho años, me gustaba adentrarme en las mafias infantiles, y así me hice cleptomaniaca. Sí, cleptomaniaca –me encanta esa palabra, no sé porqué-. Mis padres, ¡ay¡ mis padres. Yo los quise y los quiero con locura, con una sensibilidad casi hiriente que me aferraba irremediablemente a ellos, con un deseo de abrazarlos en este tiempo presente, en este tiempo difícil.
Yo formaba parte de una estirpe condenada a cien años de soledad, me dí cuenta desde el primer balanceo que experimenté con ocho años en aquel columpio sucio y mugriento y sin dudarlo se lo comuniqué a mis padres, y ellos reían con fuerza, creyendo en la verosimilitud de mis pensamientos y en mi ironía, en la ironía propia de una niña de ocho años, aún sin la inocencia perdida y aún sin el alma rota.
Mis padres me abrazaban todas las noches y yo les sonreía y me contaban historias de la guerra, de aquella guerra que yo aceptaba con arraigado estoicismo, con una gran capacidad de aceptación y superación de la realidad presente.
Aquella noche, cuarenta años después y pensando en mi hermano con un terrible recuerdo, abrí un martínez bujanda y paseé largo rato por los inmensos pasillos de la mansión, de aquella mansión que envolvió toda mi vida, de aquella mansión de la que ahora sí estaba segura que tan sólo quedaban cenizas.

Tras un día realmente abrumador causado por la irremediable vuelta al gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, salí de nuevo al jardín, y en un resquicio olvidado, sobre unos extraños montículos de polvo y arena, encontré a mi muñeca, el regalo de mi madre. Estaba enterrada en ese gran montículo cruel que me arrebataba a cada instante mis recuerdos más sagrados. En aquel momento entendí que todo aquello era el final, que estaba sola, inmersa en las páginas místicas de un libro aún por escribir, flotando entre las líneas mágicas del futuro Macondo.
Entonces, yo, Clara Buendía, la última de la estirpe, comprendí que estaba inmersa en la ciudad de los espejos (o los espejismos), confirmé que siempre había vivido en Macondo y quise hacer mi propio augurio, determinar mi final según había leído en los viejos pergaminos ataviados por Melquiades.
Pensé en atarme a un castaño y enloquecer en aquel árbol sin sombra como José Arcadio Buendía. Pero eso implicaba sin duda, ser la primera y la última de la estirpe, con lo cual, descarté la opción por insólita. Luego se me ocurrió dejarme morir en el mecedor de mimbre o de bejuco donde tantas tardes contemplé mi soledad como Amaranta Úrsula. Pero eso era demasiado cruel, demasiado lento y silencioso y me tiraría toda la vida llorando, sentada en aquel mecedor mimbroso vestigio de mi infancia, y así rechacé de lleno esta otra alternativa.
Por último, pensé seguir comiendo tierra como Rebeca, y así dejarme morir intoxicada por el insulso sabor de las lombrices o de la cal reseca de las paredes. Pero no podría soportarlo, de hecho odiaba el sinsabor de la tierra, esa masa pastosa entremezclada con lombrices y pequeños gusanos. Sólo comía tierra para evocar al Meca, como castigo por su muerte, como sentimiento de culpa hacia su persona, por no haberme mostrando nunca junto a él, ni haberle revelado ese misterioso secreto.
Decidí no elegir ningún final para mí, y tan sólo me hice una pregunta que permaneció hasta el fin de mis días. ¿Porqué las estirpes condenadas a cien años de soledad no pueden tener una segunda oportunidad sobre la tierra?