En el gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, es fácil rememorar entre vasijas de barro y arcilla, entre muebles polvorientos y cristales rotos, entre quicios de ventanas mal cerradas, entre orugas diminutas, entre agujeros de muebles roídos por las termitas, entre telarañas de acero y entre colillas sin humo. Cenizas, sólo quedan cenizas. Cenizas de barro que estercolan esta senda de olvido y soledad. Aunque todo estaba igual, yo lo sentía con un rumor de desvarío, oía el lamento del polvo desordenado, los rastrojos abismales y las siluetas olvidadas.
El fuego helado de matiz barroco me recorre cada día, sin más pretexto que lograr lo imposible. Voy de camino a las habitaciones de arriba, todo está turbado, como si un huracán silencioso se hubiera llevado todos los recuerdos que guardé en aquella casa. Las paredes parecían menos blancas, y se tornaban de un tono melancólico; nada que ver con el patio exterior de la mansión. Afuera aún seguían aquellas plantas silvestres que planté cuando apenas era una niña, podía observar un paisaje único adornado con almendros y un solitario castaño. Aún se conservaban los geranios, y aquellos cerezos; aunque sus tallos ya no estaban en flor. Incluso me sorprendió ver el columpió donde tantas veces disfruté tomando el aire en aquellas tardes de aroma cálido. Tras observar los exteriores volví a entrar en la mansión. Cuando me dispuse a subir al sótano, descubrí una caja mal cerrada, donde había numerosos bombones de diversos tamaños y formas, en el lado derecho de la caja, estaban los pergaminos que dejaron aquellas personas que han marcado mi vida. También encontré el tapete que me bordó mi tía con mi nombre; donde se podía leer “Clara”. Al poner la vista al frente; pude disipar las brumas entre cristales dorados, algún cuadro mugriento y con miseria e incluso alguna astilla de las patas de la mesa. A la derecha estaba mi habitación, antes de llegar a la casa me resultaba imposible recordar su distribución; pero todo seguía como siempre.
Mi cama con su manta de rayas de colores, aquel acuario que me regaló mi abuela, los dibujos abstractos que yo misma trazaba en mis ratos libres y aquel armario de altura infinita donde guardaba mis cosas. Me parecía extraño, notaba que algo faltaba en mi habitación; cerré los ojos por un momento para poder recordar. Ya sabía lo que faltaba, era mi muñeca de porcelana. Aquella muñeca que me regaló mi madre hace más de cincuenta años. Recuerdo que era una muñeca preciosa, con una tez pálida pero muy interesante, tenía los ojos como dos cristales verdes, los labios de carmín, el pelo anillado castaño claro y llevaba un vestido de flores de colores, con un paraguas de seda en tonos pálidos. No podía dejar de preguntarme dónde estaba mi muñeca, me era imposible quitarme de la cabeza su recuerdo, y más aún el recuerdo de la persona que me la regaló. Veía que los rayos del sol jugueteaban a esconderse, en una pugna perpetua entre los sentimientos vencidos y el retorno de un crepúsculo sin sombra, por tanto me tuve que dar prisa y continuar con el repaso de la casa. Así es que tras recorrer las demás habitaciones y no encontrar nada nuevo, bajé a la cocina. Todo estaba tal como yo lo recordaba; la mesa redonda tapada con un hule de cuadros, los armarios intactos, aunque algo sucios y desgastados por el tiempo, en las vasijas de barro aún se podían leer sus inscripciones e incluso aún se conservaban los visillos de las cortinas. Avancé por el siniestro corredor de madreselva que me condujo directamente a la bodega. La bodega era mi habitación favorita de la casa, cuando tenía algún problema o alguna preocupación, siempre me iba allí. Me sentaba al lado de unas tinajas enormes y contemplaba las paredes de piedra y el techo de madera. El saber que no estaba sola, y que estaba entre tantas botellas de vino, me hacía sentir segura. Sin darme a penas cuenta, bajé la vista, miré mis manos y me di cuenta que al igual que el vino, yo también había envejecido. Me di cuenta del paso del tiempo; porque las arrugas y los surcos de mis manos confirmaban mi vejez y te hago saber, mi querido lector, que no es fácil para mí contemplarme tal y como soy, y es que aunque no soy una anciana, ya me pesan los años.
Pues sí, yo he vivido toda mi vida en este gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, un lugar casi desértico y exótico, con grandes arrabales tristes que envolvían soledades muertas y locura, mucha locura en tantos años. Años difíciles en la España de la Guerra Civil y posteriormente en años de Franquismo. Años de miseria, de vanidad de vanidades, pero al fin y al cabo, años, mis años. Años que recuerdo con nostalgia y encuentro, años que aguardan mi vida, años que son mis propios años, los años de mis padres, los años de mi hermano muerto víctima de la guerra civil. Mi hermano el guerrillero, el que nunca se rindió, ese loco revolucionario que creía en la República y que cada 14 de abril sacaba su bandera, como un entusiasta más en este mundo extraño. Sacaba su bandera tricolor y una botella de buen vino; no sé si era un martínez bujanda gran reserva del 69, pero era un vino que yo me llevaba a los labios con resignación, un vino que dejaba apocopados todos mis sentidos, un vino que mojaba mis labios y curaba mis llagas, un vino que me escocía en mi boca desalentada, en unos labios llenos de pellejitos absurdos, de heridas mal cicatrizadas.
El ejército Rojo aspiraba a conseguir sus objetivos, y mi hermano, junto con ellos, soltaba balazos y luchaba, claro está que todo era por y para la patria. Y mi hermano reclutado era feliz y sonreía al creer que su utópica expectativa algún día se acabaría cumpliendo. Pero no nos engañemos, mi querido lector, hemos de recordar que eran tiempos de una España difícil, una España que en nuestros días parece casi mística, una España donde nadie esperaba nada y nos conformábamos con llevarnos un poco de pan a la boca, unas migajas de aquel pan duro que mi padre preparaba en el horno de piedra.
Y a pesar de todo mi hermano seguía luchando en esta época de anarquistas, de intelectuales exiliados, de rojos revolucionarios y de conservadores maricas (monárquicos sistematizados en ideales de mierda) Porque recuerda, mi querido lector, que en aquella época cualquier ideal era absurdo y estaba fuera de lugar. Mi familia y yo permanecíamos en el gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, con las ventanas cerradas y los visillos puestos, sin quicios ni rendijas abiertas, y había días en los que permanecíamos callados, muy callados por el miedo a lo presente y no tan lejano.
Pero yo mientras tanto, disfrutaba de tardes macondianas en el jardín de la casa haciendo bordado tal y como me enseñó mi madre, o bien haciendo ovillo con la aguja de gancho. Otras veces leía libros antiquísimos que presentaban un color amarillento y tenían páginas arrancadas. Pero yo era feliz, muy feliz, y soñaba con Aureliano Buendía, y soñaba con ese mágico libro que se publicaría años después a la Guerra Civil, y aunque García Márquez aún no había publicado su novela, yo vaticinaba su encuentro, su salida al mundo y en ocasiones también comía grandes puñados de tierra y lombrices, tal como después lo haría la huérfana de Rebeca.
Y ahora estaba ahí, de nuevo, habitando ese caserón abandonado, ya sin mis padres, sin mi hermano, sola, con la esperanza y la aspereza de reencontrarme con mi vida pasada. De volver a entrar a mi habitación, y encontrar mi muñeca rozando lo asceta, y de volver a comer tierra y cal de las paredes, y de reencontrarme con esas migajas de pan duro, y con ese gran reserva del 69.
Esa casa me hacía volver a la infancia con tan sólo cerrar los ojos. Y me volvía a ver sentada en el columpio del jardín, regando los geranios o contemplando los cerezos.
En esa casa me enamoré en esos tiempos tan difíciles, y todo aquello era un amor contrariado aunque sin tiempos de cólera, pero sí un amor imposible, inaudito. Imagínese, mi querido lector; yo, una niña de ocho años en tiempos de la guerra civil, enamorada de un compañero de guerrilla de mi hermano muerto. Un compañero que rara vez aparecía por mi casa, y que yo espiaba desde el jardín y observaba con detenimiento. Un compañero que por las noches abrazaba con fuerza semejando que era mi almohadón de plumas. Mi hermano, cuando llegaba a casa, lo invitaba a beber vino, ese gran reserva del 69 y él aceptaba con orgullo y dignidad, con un orgullo rojo que anonadaba su sangre al igual que la de mi inolvidable hermano. La verdad es que nunca supe qué fue de mi gran amor, supongo que también lo mataron en la guerra. Supongo que su cuerpo estará perdido y arrojado en algún descampado muy lejos de aquí, al estilo de los campos de concentración de Auswitch, junto al pelotón de fusilamiento. Todo eso no importaba nada ahora, cuarenta años después, cualquier dato sobre mi amor platónico era innecesario por hiriente. Cualquier noticia sobre “El Meca” (que así lo llamaba mi hermano), estaba completamente fuera de lugar. Sin embargo, al encontrar algunas de sus fotos aún me estremecía y lloraba, lloraba mucho. Lloraba tanto que mis lágrimas regaban los geranios del portón del jardín, y conseguían fructificar y dulcificar aquellas almendras amargas que yo, con ocho años me llevaba a la boca y saboreaba como si fuesen el manjar más delicioso que había comido nunca. Tras quedarme parada, pensando largo rato, bajé al horno de piedra de mi padre y me abarcó de lleno un sentimiento nostálgico porque ya no quedaban migajas de aquel pan duro que yo, Clara Buendía, robaba a mi padre a hurtadillas, a escondidas, cuando me colaba en la habitación del horno andando de puntillas, para que nadie pudiese escucharme, para que nadie se enterase de mi afición por la cleptomanía. Sí, y es que a mí, a pesar de ser una insolente e insignificante niña de ocho años, me gustaba adentrarme en las mafias infantiles, y así me hice cleptomaniaca. Sí, cleptomaniaca –me encanta esa palabra, no sé porqué-. Mis padres, ¡ay¡ mis padres. Yo los quise y los quiero con locura, con una sensibilidad casi hiriente que me aferraba irremediablemente a ellos, con un deseo de abrazarlos en este tiempo presente, en este tiempo difícil.
Yo formaba parte de una estirpe condenada a cien años de soledad, me dí cuenta desde el primer balanceo que experimenté con ocho años en aquel columpio sucio y mugriento y sin dudarlo se lo comuniqué a mis padres, y ellos reían con fuerza, creyendo en la verosimilitud de mis pensamientos y en mi ironía, en la ironía propia de una niña de ocho años, aún sin la inocencia perdida y aún sin el alma rota.
Mis padres me abrazaban todas las noches y yo les sonreía y me contaban historias de la guerra, de aquella guerra que yo aceptaba con arraigado estoicismo, con una gran capacidad de aceptación y superación de la realidad presente.
Aquella noche, cuarenta años después y pensando en mi hermano con un terrible recuerdo, abrí un martínez bujanda y paseé largo rato por los inmensos pasillos de la mansión, de aquella mansión que envolvió toda mi vida, de aquella mansión de la que ahora sí estaba segura que tan sólo quedaban cenizas.
El fuego helado de matiz barroco me recorre cada día, sin más pretexto que lograr lo imposible. Voy de camino a las habitaciones de arriba, todo está turbado, como si un huracán silencioso se hubiera llevado todos los recuerdos que guardé en aquella casa. Las paredes parecían menos blancas, y se tornaban de un tono melancólico; nada que ver con el patio exterior de la mansión. Afuera aún seguían aquellas plantas silvestres que planté cuando apenas era una niña, podía observar un paisaje único adornado con almendros y un solitario castaño. Aún se conservaban los geranios, y aquellos cerezos; aunque sus tallos ya no estaban en flor. Incluso me sorprendió ver el columpió donde tantas veces disfruté tomando el aire en aquellas tardes de aroma cálido. Tras observar los exteriores volví a entrar en la mansión. Cuando me dispuse a subir al sótano, descubrí una caja mal cerrada, donde había numerosos bombones de diversos tamaños y formas, en el lado derecho de la caja, estaban los pergaminos que dejaron aquellas personas que han marcado mi vida. También encontré el tapete que me bordó mi tía con mi nombre; donde se podía leer “Clara”. Al poner la vista al frente; pude disipar las brumas entre cristales dorados, algún cuadro mugriento y con miseria e incluso alguna astilla de las patas de la mesa. A la derecha estaba mi habitación, antes de llegar a la casa me resultaba imposible recordar su distribución; pero todo seguía como siempre.
Mi cama con su manta de rayas de colores, aquel acuario que me regaló mi abuela, los dibujos abstractos que yo misma trazaba en mis ratos libres y aquel armario de altura infinita donde guardaba mis cosas. Me parecía extraño, notaba que algo faltaba en mi habitación; cerré los ojos por un momento para poder recordar. Ya sabía lo que faltaba, era mi muñeca de porcelana. Aquella muñeca que me regaló mi madre hace más de cincuenta años. Recuerdo que era una muñeca preciosa, con una tez pálida pero muy interesante, tenía los ojos como dos cristales verdes, los labios de carmín, el pelo anillado castaño claro y llevaba un vestido de flores de colores, con un paraguas de seda en tonos pálidos. No podía dejar de preguntarme dónde estaba mi muñeca, me era imposible quitarme de la cabeza su recuerdo, y más aún el recuerdo de la persona que me la regaló. Veía que los rayos del sol jugueteaban a esconderse, en una pugna perpetua entre los sentimientos vencidos y el retorno de un crepúsculo sin sombra, por tanto me tuve que dar prisa y continuar con el repaso de la casa. Así es que tras recorrer las demás habitaciones y no encontrar nada nuevo, bajé a la cocina. Todo estaba tal como yo lo recordaba; la mesa redonda tapada con un hule de cuadros, los armarios intactos, aunque algo sucios y desgastados por el tiempo, en las vasijas de barro aún se podían leer sus inscripciones e incluso aún se conservaban los visillos de las cortinas. Avancé por el siniestro corredor de madreselva que me condujo directamente a la bodega. La bodega era mi habitación favorita de la casa, cuando tenía algún problema o alguna preocupación, siempre me iba allí. Me sentaba al lado de unas tinajas enormes y contemplaba las paredes de piedra y el techo de madera. El saber que no estaba sola, y que estaba entre tantas botellas de vino, me hacía sentir segura. Sin darme a penas cuenta, bajé la vista, miré mis manos y me di cuenta que al igual que el vino, yo también había envejecido. Me di cuenta del paso del tiempo; porque las arrugas y los surcos de mis manos confirmaban mi vejez y te hago saber, mi querido lector, que no es fácil para mí contemplarme tal y como soy, y es que aunque no soy una anciana, ya me pesan los años.
Pues sí, yo he vivido toda mi vida en este gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, un lugar casi desértico y exótico, con grandes arrabales tristes que envolvían soledades muertas y locura, mucha locura en tantos años. Años difíciles en la España de la Guerra Civil y posteriormente en años de Franquismo. Años de miseria, de vanidad de vanidades, pero al fin y al cabo, años, mis años. Años que recuerdo con nostalgia y encuentro, años que aguardan mi vida, años que son mis propios años, los años de mis padres, los años de mi hermano muerto víctima de la guerra civil. Mi hermano el guerrillero, el que nunca se rindió, ese loco revolucionario que creía en la República y que cada 14 de abril sacaba su bandera, como un entusiasta más en este mundo extraño. Sacaba su bandera tricolor y una botella de buen vino; no sé si era un martínez bujanda gran reserva del 69, pero era un vino que yo me llevaba a los labios con resignación, un vino que dejaba apocopados todos mis sentidos, un vino que mojaba mis labios y curaba mis llagas, un vino que me escocía en mi boca desalentada, en unos labios llenos de pellejitos absurdos, de heridas mal cicatrizadas.
El ejército Rojo aspiraba a conseguir sus objetivos, y mi hermano, junto con ellos, soltaba balazos y luchaba, claro está que todo era por y para la patria. Y mi hermano reclutado era feliz y sonreía al creer que su utópica expectativa algún día se acabaría cumpliendo. Pero no nos engañemos, mi querido lector, hemos de recordar que eran tiempos de una España difícil, una España que en nuestros días parece casi mística, una España donde nadie esperaba nada y nos conformábamos con llevarnos un poco de pan a la boca, unas migajas de aquel pan duro que mi padre preparaba en el horno de piedra.
Y a pesar de todo mi hermano seguía luchando en esta época de anarquistas, de intelectuales exiliados, de rojos revolucionarios y de conservadores maricas (monárquicos sistematizados en ideales de mierda) Porque recuerda, mi querido lector, que en aquella época cualquier ideal era absurdo y estaba fuera de lugar. Mi familia y yo permanecíamos en el gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, con las ventanas cerradas y los visillos puestos, sin quicios ni rendijas abiertas, y había días en los que permanecíamos callados, muy callados por el miedo a lo presente y no tan lejano.
Pero yo mientras tanto, disfrutaba de tardes macondianas en el jardín de la casa haciendo bordado tal y como me enseñó mi madre, o bien haciendo ovillo con la aguja de gancho. Otras veces leía libros antiquísimos que presentaban un color amarillento y tenían páginas arrancadas. Pero yo era feliz, muy feliz, y soñaba con Aureliano Buendía, y soñaba con ese mágico libro que se publicaría años después a la Guerra Civil, y aunque García Márquez aún no había publicado su novela, yo vaticinaba su encuentro, su salida al mundo y en ocasiones también comía grandes puñados de tierra y lombrices, tal como después lo haría la huérfana de Rebeca.
Y ahora estaba ahí, de nuevo, habitando ese caserón abandonado, ya sin mis padres, sin mi hermano, sola, con la esperanza y la aspereza de reencontrarme con mi vida pasada. De volver a entrar a mi habitación, y encontrar mi muñeca rozando lo asceta, y de volver a comer tierra y cal de las paredes, y de reencontrarme con esas migajas de pan duro, y con ese gran reserva del 69.
Esa casa me hacía volver a la infancia con tan sólo cerrar los ojos. Y me volvía a ver sentada en el columpio del jardín, regando los geranios o contemplando los cerezos.
En esa casa me enamoré en esos tiempos tan difíciles, y todo aquello era un amor contrariado aunque sin tiempos de cólera, pero sí un amor imposible, inaudito. Imagínese, mi querido lector; yo, una niña de ocho años en tiempos de la guerra civil, enamorada de un compañero de guerrilla de mi hermano muerto. Un compañero que rara vez aparecía por mi casa, y que yo espiaba desde el jardín y observaba con detenimiento. Un compañero que por las noches abrazaba con fuerza semejando que era mi almohadón de plumas. Mi hermano, cuando llegaba a casa, lo invitaba a beber vino, ese gran reserva del 69 y él aceptaba con orgullo y dignidad, con un orgullo rojo que anonadaba su sangre al igual que la de mi inolvidable hermano. La verdad es que nunca supe qué fue de mi gran amor, supongo que también lo mataron en la guerra. Supongo que su cuerpo estará perdido y arrojado en algún descampado muy lejos de aquí, al estilo de los campos de concentración de Auswitch, junto al pelotón de fusilamiento. Todo eso no importaba nada ahora, cuarenta años después, cualquier dato sobre mi amor platónico era innecesario por hiriente. Cualquier noticia sobre “El Meca” (que así lo llamaba mi hermano), estaba completamente fuera de lugar. Sin embargo, al encontrar algunas de sus fotos aún me estremecía y lloraba, lloraba mucho. Lloraba tanto que mis lágrimas regaban los geranios del portón del jardín, y conseguían fructificar y dulcificar aquellas almendras amargas que yo, con ocho años me llevaba a la boca y saboreaba como si fuesen el manjar más delicioso que había comido nunca. Tras quedarme parada, pensando largo rato, bajé al horno de piedra de mi padre y me abarcó de lleno un sentimiento nostálgico porque ya no quedaban migajas de aquel pan duro que yo, Clara Buendía, robaba a mi padre a hurtadillas, a escondidas, cuando me colaba en la habitación del horno andando de puntillas, para que nadie pudiese escucharme, para que nadie se enterase de mi afición por la cleptomanía. Sí, y es que a mí, a pesar de ser una insolente e insignificante niña de ocho años, me gustaba adentrarme en las mafias infantiles, y así me hice cleptomaniaca. Sí, cleptomaniaca –me encanta esa palabra, no sé porqué-. Mis padres, ¡ay¡ mis padres. Yo los quise y los quiero con locura, con una sensibilidad casi hiriente que me aferraba irremediablemente a ellos, con un deseo de abrazarlos en este tiempo presente, en este tiempo difícil.
Yo formaba parte de una estirpe condenada a cien años de soledad, me dí cuenta desde el primer balanceo que experimenté con ocho años en aquel columpio sucio y mugriento y sin dudarlo se lo comuniqué a mis padres, y ellos reían con fuerza, creyendo en la verosimilitud de mis pensamientos y en mi ironía, en la ironía propia de una niña de ocho años, aún sin la inocencia perdida y aún sin el alma rota.
Mis padres me abrazaban todas las noches y yo les sonreía y me contaban historias de la guerra, de aquella guerra que yo aceptaba con arraigado estoicismo, con una gran capacidad de aceptación y superación de la realidad presente.
Aquella noche, cuarenta años después y pensando en mi hermano con un terrible recuerdo, abrí un martínez bujanda y paseé largo rato por los inmensos pasillos de la mansión, de aquella mansión que envolvió toda mi vida, de aquella mansión de la que ahora sí estaba segura que tan sólo quedaban cenizas.
Tras un día realmente abrumador causado por la irremediable vuelta al gran caserón abandonado a pocas leguas del mar, salí de nuevo al jardín, y en un resquicio olvidado, sobre unos extraños montículos de polvo y arena, encontré a mi muñeca, el regalo de mi madre. Estaba enterrada en ese gran montículo cruel que me arrebataba a cada instante mis recuerdos más sagrados. En aquel momento entendí que todo aquello era el final, que estaba sola, inmersa en las páginas místicas de un libro aún por escribir, flotando entre las líneas mágicas del futuro Macondo.
Entonces, yo, Clara Buendía, la última de la estirpe, comprendí que estaba inmersa en la ciudad de los espejos (o los espejismos), confirmé que siempre había vivido en Macondo y quise hacer mi propio augurio, determinar mi final según había leído en los viejos pergaminos ataviados por Melquiades.
Pensé en atarme a un castaño y enloquecer en aquel árbol sin sombra como José Arcadio Buendía. Pero eso implicaba sin duda, ser la primera y la última de la estirpe, con lo cual, descarté la opción por insólita. Luego se me ocurrió dejarme morir en el mecedor de mimbre o de bejuco donde tantas tardes contemplé mi soledad como Amaranta Úrsula. Pero eso era demasiado cruel, demasiado lento y silencioso y me tiraría toda la vida llorando, sentada en aquel mecedor mimbroso vestigio de mi infancia, y así rechacé de lleno esta otra alternativa.
Por último, pensé seguir comiendo tierra como Rebeca, y así dejarme morir intoxicada por el insulso sabor de las lombrices o de la cal reseca de las paredes. Pero no podría soportarlo, de hecho odiaba el sinsabor de la tierra, esa masa pastosa entremezclada con lombrices y pequeños gusanos. Sólo comía tierra para evocar al Meca, como castigo por su muerte, como sentimiento de culpa hacia su persona, por no haberme mostrando nunca junto a él, ni haberle revelado ese misterioso secreto.
Decidí no elegir ningún final para mí, y tan sólo me hice una pregunta que permaneció hasta el fin de mis días. ¿Porqué las estirpes condenadas a cien años de soledad no pueden tener una segunda oportunidad sobre la tierra?
Entonces, yo, Clara Buendía, la última de la estirpe, comprendí que estaba inmersa en la ciudad de los espejos (o los espejismos), confirmé que siempre había vivido en Macondo y quise hacer mi propio augurio, determinar mi final según había leído en los viejos pergaminos ataviados por Melquiades.
Pensé en atarme a un castaño y enloquecer en aquel árbol sin sombra como José Arcadio Buendía. Pero eso implicaba sin duda, ser la primera y la última de la estirpe, con lo cual, descarté la opción por insólita. Luego se me ocurrió dejarme morir en el mecedor de mimbre o de bejuco donde tantas tardes contemplé mi soledad como Amaranta Úrsula. Pero eso era demasiado cruel, demasiado lento y silencioso y me tiraría toda la vida llorando, sentada en aquel mecedor mimbroso vestigio de mi infancia, y así rechacé de lleno esta otra alternativa.
Por último, pensé seguir comiendo tierra como Rebeca, y así dejarme morir intoxicada por el insulso sabor de las lombrices o de la cal reseca de las paredes. Pero no podría soportarlo, de hecho odiaba el sinsabor de la tierra, esa masa pastosa entremezclada con lombrices y pequeños gusanos. Sólo comía tierra para evocar al Meca, como castigo por su muerte, como sentimiento de culpa hacia su persona, por no haberme mostrando nunca junto a él, ni haberle revelado ese misterioso secreto.
Decidí no elegir ningún final para mí, y tan sólo me hice una pregunta que permaneció hasta el fin de mis días. ¿Porqué las estirpes condenadas a cien años de soledad no pueden tener una segunda oportunidad sobre la tierra?
14 comentarios:
Es realmente maravilloso, ver como vas pergeñando cada nueva página de esta historia. Sin apenas darte cuenta fraguas nuevos mundos en el olvidado Macondo, en la ciudad de los espejos (o los espejismos) y es realmente bellísimo vez como te adentras en estas nuevas esferas de un mundo inventado tan sólo por tí, un nuevo paraíso edénico donde sólo tú tienes el poder de gozar de los misterios de éste, nuestro mundo albergado en pleno siglo XXI.
Mas allá de la historia (que me resultó atrapante) qué refrescante es leer un texto en buen español...
Un placer pasar por aquí. Saludos
Espectacular,escribes a la altura de los grandes... ya te lo dije.
Animo y continúa que llegarás lejos.
Cierro el día de hoy adentrándome en tu laberinto, siguiendo el hilo de tus letras. Un beso.
Hola!
paso a saludarte... es una belleza tu blog, tus palabras y sentimientos.
Lo que publico en el mio lo escribo yo, claro que no soy profesional, solo escribo lo que siento.
Un beso enorme, te agregué!
Roxana
Buenas! Gracias por pasarte por mi Blog y me alegra que te gustara.
Escribes realmente bien,asi que será un placer seguir perdiendome por este laberinto.
Un abrazo desde el otro lado del mundo..!
PD:Con tu permiso,te enlazo! ;)
Seguiré entrando en este mundo de palabras que nos propones.
Un abrazo
Me lo he leído todo, y la verdad que me he ido imaginando todo según leía.
Me ha gustado mucho, cuando empecé a leerlo no pensé que fuera a ser así, ni que al final no dicidiera un final para ella.
Besos!
Está claro que no existe el Paraíso, pero sí el Paraíso perdido.
Me has dejado sin palabras, estoy aún contra las cuerdas del impacto, sin oxígeno, como un pez ahogándose en un cajón. Esto hay que publicarlo, sí: la inteligencia no puede -ni quiere- ser un privilegio.
Me tienes en tus brazos,
sin salir de los míos.
Volveré seguro.
Saludos de este lado, Carmen.
Acá estoy devolviéndote la visita. Volveré con más tiempo para seguir leyéndote, me gusta como escribís.
Con tu permiso te enlazo a mis blogs también, ya me vi por ahí en tus "lazos ariádnicos".
Buen fin de semana, "casi tocaya"
Adriana
Uy que impresión, al agregar tu dirección, veo que tiene un 17 por ahí, mi número favorito y que me persigue a todos lados.
¿quién dice que no haya segunda oportunidad?
la hay
bs
Mi casa del pueblo también tiene bodega, y en alguna que otra ocasión la he utilizado de refugio, junto a las cubas de vino, en un banco deshecho por la humedad y una enorme soledad que saboreaba lentamente.
Me ha encantado tu entrada.
Muchos Besos!
Aira
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