Era una tarde de frío invernal en Diciembre. Hacía mucho viento pero la gente seguía danzando por las calles y todos sonreían. En el cielo había muchas estrellas que dormían cegadas de luz, mecidas bajo la sombra del crepúsculo y seguía haciendo frío mientras el primogénito de la familia Villanueva miraba tras el cristal de su ático. Marcos miraba casi asustado y muy asombrado, temiendo que pudiera cumplirse su extraño vaticinio. Miraba a ningún punto, a ninguna parte, con la vista perdida y los ojos llorosos. Los ojos sangrantes que casi buceaban en el mar del delirio. Nunca se vio en la ciudad rostro tan sórdido y triste. Marcos Villanueva parecía un espectro vagando por algún recodo de su corazón somnoliento, cómplice de una fiebre abismal que forzada por la brutalidad del viento, era capaz de arrancar las ventanas y los quicios de las puertas.
Parecía un huracán de insoslayable destino pues en sus manos se podía ver la falta de templanza: manos temblorosas, delirantes, inseguras. Era la falta de templanza que anunciaba la posibilidad de que un hecho irrevocable fuese capaz de devorar los sueños del joven. Vivía inmerso en un estado de locura incurable sin tedio, sustentada en emociones nostálgicas casi delirantes.
Seguía haciendo mucho frío y Marcos continuaba atisbando la ciudad con sus ojos abiertos como platos que casi se le salían de las órbitas. Divisaba la misma ciudad que la gente dejaba atrás con sus pasos. Mientras tanto, el joven Villanueva permanecía en silencio tratando de escuchar el eco insondable provocado por los rudos golpes de su corazón. En un impulso casi forzado –un estrago del ego- volvió la vista atrás para observar a su esposa postrada en una cama: dormida, yerma y silente, aunque preñada de ternura. La observaba y trataba de perfilar en su rostro desorbitado una sonrisa sencilla semejando la media luna que se divisaba en lo alto del cielo. Nora era bella, muy bella y provocaba tal ternura que Marcos sintió unos deseos irrefrenables de abrazarla. Sin embargo, prefirió dejarla descansar y no molestarla. Desde hace algo más de un año a Nora le habían detectado que tenía leucemia. Desde ese día cambió su vida y la de su esposo y ambos se vieron inmersos en una vorágine sin regreso, en un túnel de cuando no hay más sueños y todo se derrumba como castillos de arena ante la imposibilidad de cambiar un destino trágico, de transmutar una circunstancia nada propicia.
Nora se aferró a la tristeza. En su alma sólo había notas tristes venidas del piano de cola que tocaba su esposo. Se postró de una forma irremediable en el vacío de la cama, en la soledad de unas sábanas frías con olor a lodo. Desde ese día vivió consternada a su destino implacable, irreversible. Se aferró de tal modo que lloraba hasta mojar el suave almohadón de plumas donde dejaba reposar su cabeza, donde se aislaba en sueños en un estado alucinatorio y de pleno desvarío. Era el éxtasis de una locura causada por el impacto de la noticia de su enfermedad.
Fue perdiendo las inagotables fuerzas que mostró en otro tiempo y casi se enterró en vida. Su tez palideció y sonreía de forma forzada, sólo para complacer a su esposo ante el gran esfuerzo que estaba haciendo por ella. Si acaso lo único que conseguía hacerla volar y elevarla hasta cotas inimaginables, eran los preludios que Marcos interpretaba al piano con una sutileza indescifrable. Sus manos parecían las de un ángel. Era realmente estremecedor verle posar sus delicadas manos sobre las teclas biseladas del piano.
Nora lloraba a escondidas desde el tálamo que en otro tiempo encendió en pasión sus almas intermitentes. Lloraba acaso de la felicidad de escuchar a su esposo disfrutando de su mayor pasión: la música. Era bello verla llorar de semejante alegría y júbilo al tiempo que era fabuloso soñar con las melodías cadenciosas provenientes del gran piano de cola de Marcos Villanueva.
Fueron tiempos de encuentro y desolación donde las lágrimas brotaron como lluvia fina sobre el lecho de la yerma Nora, que a pesar de su enfermedad seguía bellísima y lucía un rostro terso y vivo, un semblante amable y cargado de fuerza.
Pero ahora Marcos aún postrado en el gran ventanal de su ático, seguía mirando a Nora hasta que la nostalgia de una lágrima le hizo recordar el sueño de la noche anterior: Era un sueño lúgubre que acontecía en un espacio oscuro y tétrico. Todo era noctívago al tiempo que Marcos atisbó a su esposa. Estaba dormida y permanecía tumbada boca arriba con las manos sobre el regazo. Parecía tranquila pero su rostro cada vez se tornaba más lívido hasta que Marcos se acercó a ella y descubrió que no tenía pulso. Parecía un espectro tintineante en el tiempo, devorador de todo lo caduco. Marcos lloró mucho, la abrazó fuerte y tendió sus brazos abiertos sobre el cuerpo sin vida de su esposa. El joven Villanueva intentaba seguir recordando pero las imágenes de aquel hecho soñado se desvanecían cada vez con una fuerza mayor, hasta el punto que perdió por completo el lugar donde estaba aconteciendo la muerte soñada y anunciada de su esposa.
Sin duda era un hecho premonitorio aunque Marcos deseaba que fuera un simple sueño delusorio, engañoso y ficticio. A pesar del fundamento vacuo del sueño, el joven Villanueva creía con firmeza en el poder de sus sueños. Lo creyó desde que con tan sólo once años mantuvo una conversación premonitoria con su difunto abuelo: Gerineldo Villanueva. Ambos hablaron en varias ocasiones de la fuerza de los sueños y de la posibilidad – o no- de cambiar el destino. Gerineldo Villanueva tenía un poder asombroso para el arte de la alquimia y para él la crisopeya podía ser aplicable a cualquier tipo de situaciones. Una tarde de un verano muy tórrido, Gerineldo Villanueva llevó a su nieto a un pequeño taller donde trabajaba los metales, y le hizo una magnífica demostración de sus cualidades innatas para el tratamiento y la transmutación de todo tipo de minerales. Sus facultades para la alquimia eran incuestionables, pero además tenía un tino especial para el arte de la adivinación. Era un hombre obstinado, amante de jugar damas chinas e incluso disfrutaba conversando con su nieto de temas esotéricos. La extravagancia de Gerineldo llegaba hasta extremos insospechados e hizo mella en la psique de su nieto Marcos. El joven, por el contrario, nunca creyó mucho en las elucubraciones de su abuelo, al que incluso llegó a tomar por loco en más de una ocasión. Sin embargo, el jovencito de la estirpe de los Villanueva cambió de idea el día en que soñó que Margarita –su compañera de pupitre- iba a tener un accidente. Marcos al principio no hizo demasiado caso de su extraño sueño hasta el día en que la joven Margarita fue atropellada en una de las calles anexas de su barrio. El Villanueva comenzó a preocuparse y su angustia aumentó de una forma desmedida el día en que soñó que Clara –su profesora de botánica- se iba a ir a vivir al extranjero y semanas después sucedió. Incluso soñó que sus padres le iban a regalar un gato abisinio para su próximo cumpleaños. Cuando en el doce cumpleaños del pequeño Villanueva sus padres aparecieron con un felino, Marcos temió por el poder premonitorio de sus sueños.
Desde aquel día, el nieto del difunto Gerineldo, maestro de la alquimia, entendió que debía aceptar de forma irrefutable la solidez de sus propias ensoñaciones, ya que no podían existir tantas casualidades juntas para explicar un destino ataviado en presagios que se cimentaban sobre hechos soñados.
Aquella tarde, Marcos Villanueva lloró mucho contemplando la ciudad tras el enorme ventanal empañado por una lluvia melancólica que trataba de redimir de algún modo la soledad de esta tarde.
La bella Nora seguía dormida. Marcos se acercó y la tapó con una sutileza casi mística. Le echó una sábana y le dio un beso –quizá sería el último-. Salió del cuarto de su esposa y se apresuró hasta la pianola. Cayó desplomado ante el candor lóbrego que en la calle ofrecía la noche y sus inmensidades. El cielo era oscuridad y casi no había estrellas en la profundidad de la noche –quizá sería la última noche-. Una vez sentado al frente del piano, trató de componer una melodía para venerar a su esposa. Quería escribir la elegía más bella que se hubiese compuesto jamás. Seguía con ingenio probando cada acorde, atinando con la mayor profundidad posible hasta en la última nota. Se acordó de la “Elegía” de Fauré y trató de hacer algo tan digno como esa pieza. No fue un trabajo fácil pero Marcos, infatigable, trabajó toda la noche al piano, tratando de plasmar la belleza en un sentido único hacia lo absoluto. Los primeros rayos del alba penetraban por el cristalino ventanal con una levedad atenuada, reflejando su candor en las vetas de madera pulida del piano. Marcos casi había terminado y apuró las últimas notas hasta que al fin logró concluir su pieza elegíaca. Sólo faltaba ponerle título, elegir un título digno de tanto esfuerzo entremezclado con sentimientos estremecedores. Tras pensarlo con calma durante un rato decidió el siguiente: La última vigilia.
Quizá esa fuera la última noche velando a su esposa, embriagado por el sopor de la somnolencia noctívaga y el vapor humedecido de la lluvia en las calles. Marcos había preparado esta pieza para regalársela a su esposa en su funeral. No obstante, antes debía comprobar que la fatalidad de su presagio se había cumplido sin ningún contratiempo, tal como lo atisbó en su sueño. Avanzó hasta la habitación de su esposa con un miedo que lo hacía temblar de una forma terrible. Era un miedo frígido que lo envolvía en un delirio exterminador y así avanzaba empapado en sudor, escuchando en su corazón acelerado unos latidos pidiendo auxilio. Sin esperar más, abrió la puerta del dormitorio y encontró a su esposa tal como la dejó la noche anterior: continuaba tapada con la sábana, las manos en el regazo, el rostro tranquilo… Se acercó unos pasos y la tocó. Posó una mano en su mejilla y comenzó a llorar. Su llanto era tan desaforado que incluso le mojó el camisón. Entonces a Marcos le pareció que su esposa se movía levemente y así fue. Nora abrió los ojos ante la lágrima salada que rodó por su ropa. Entonces Nora también comenzó a llorar con alegría y rabia revueltas. Se abrazaron con la misma pasión desatada en otros tiempos en aquel lecho sosegado. Marcos lloraba asombrado del misterio, tratando de entender que a veces la fuerza interior puede más que cualquier vaticinio. Se dio cuenta de que cada uno de los mortales va escribiendo su destino y es dueño de todo lo que en él acontece.
Un rato después, cuando las lágrimas ya se habían calmado y habían cesado de sus ojos; le enseñó a su esposa la elegía que le había compuesto aquella noche. Nora volvió a llorar de pasión y se sintió emocionada y así; el joven Villanueva se dio cuenta de que era un experto alquimista en los sueños, capaz de transmutarlos hasta un sentido de absoluta perfección.
Aquella noche Marcos había rescatado del Leteo su más bello tesoro, su más sublime obra de arte: la última vigilia. Había vuelto a ver la luz con la claridad de siempre, volvió a ilusionarse por la vida y al mirar a su esposa sintió que no estaba solo y que la seguiría velando todas las noches que hicieran falta durante el resto de su vida. La velaría como un alquimista que mira la luna no porque sea la luna, sino porque está suspendida en lo alto del cielo.
Parecía un huracán de insoslayable destino pues en sus manos se podía ver la falta de templanza: manos temblorosas, delirantes, inseguras. Era la falta de templanza que anunciaba la posibilidad de que un hecho irrevocable fuese capaz de devorar los sueños del joven. Vivía inmerso en un estado de locura incurable sin tedio, sustentada en emociones nostálgicas casi delirantes.
Seguía haciendo mucho frío y Marcos continuaba atisbando la ciudad con sus ojos abiertos como platos que casi se le salían de las órbitas. Divisaba la misma ciudad que la gente dejaba atrás con sus pasos. Mientras tanto, el joven Villanueva permanecía en silencio tratando de escuchar el eco insondable provocado por los rudos golpes de su corazón. En un impulso casi forzado –un estrago del ego- volvió la vista atrás para observar a su esposa postrada en una cama: dormida, yerma y silente, aunque preñada de ternura. La observaba y trataba de perfilar en su rostro desorbitado una sonrisa sencilla semejando la media luna que se divisaba en lo alto del cielo. Nora era bella, muy bella y provocaba tal ternura que Marcos sintió unos deseos irrefrenables de abrazarla. Sin embargo, prefirió dejarla descansar y no molestarla. Desde hace algo más de un año a Nora le habían detectado que tenía leucemia. Desde ese día cambió su vida y la de su esposo y ambos se vieron inmersos en una vorágine sin regreso, en un túnel de cuando no hay más sueños y todo se derrumba como castillos de arena ante la imposibilidad de cambiar un destino trágico, de transmutar una circunstancia nada propicia.
Nora se aferró a la tristeza. En su alma sólo había notas tristes venidas del piano de cola que tocaba su esposo. Se postró de una forma irremediable en el vacío de la cama, en la soledad de unas sábanas frías con olor a lodo. Desde ese día vivió consternada a su destino implacable, irreversible. Se aferró de tal modo que lloraba hasta mojar el suave almohadón de plumas donde dejaba reposar su cabeza, donde se aislaba en sueños en un estado alucinatorio y de pleno desvarío. Era el éxtasis de una locura causada por el impacto de la noticia de su enfermedad.
Fue perdiendo las inagotables fuerzas que mostró en otro tiempo y casi se enterró en vida. Su tez palideció y sonreía de forma forzada, sólo para complacer a su esposo ante el gran esfuerzo que estaba haciendo por ella. Si acaso lo único que conseguía hacerla volar y elevarla hasta cotas inimaginables, eran los preludios que Marcos interpretaba al piano con una sutileza indescifrable. Sus manos parecían las de un ángel. Era realmente estremecedor verle posar sus delicadas manos sobre las teclas biseladas del piano.
Nora lloraba a escondidas desde el tálamo que en otro tiempo encendió en pasión sus almas intermitentes. Lloraba acaso de la felicidad de escuchar a su esposo disfrutando de su mayor pasión: la música. Era bello verla llorar de semejante alegría y júbilo al tiempo que era fabuloso soñar con las melodías cadenciosas provenientes del gran piano de cola de Marcos Villanueva.
Fueron tiempos de encuentro y desolación donde las lágrimas brotaron como lluvia fina sobre el lecho de la yerma Nora, que a pesar de su enfermedad seguía bellísima y lucía un rostro terso y vivo, un semblante amable y cargado de fuerza.
Pero ahora Marcos aún postrado en el gran ventanal de su ático, seguía mirando a Nora hasta que la nostalgia de una lágrima le hizo recordar el sueño de la noche anterior: Era un sueño lúgubre que acontecía en un espacio oscuro y tétrico. Todo era noctívago al tiempo que Marcos atisbó a su esposa. Estaba dormida y permanecía tumbada boca arriba con las manos sobre el regazo. Parecía tranquila pero su rostro cada vez se tornaba más lívido hasta que Marcos se acercó a ella y descubrió que no tenía pulso. Parecía un espectro tintineante en el tiempo, devorador de todo lo caduco. Marcos lloró mucho, la abrazó fuerte y tendió sus brazos abiertos sobre el cuerpo sin vida de su esposa. El joven Villanueva intentaba seguir recordando pero las imágenes de aquel hecho soñado se desvanecían cada vez con una fuerza mayor, hasta el punto que perdió por completo el lugar donde estaba aconteciendo la muerte soñada y anunciada de su esposa.
Sin duda era un hecho premonitorio aunque Marcos deseaba que fuera un simple sueño delusorio, engañoso y ficticio. A pesar del fundamento vacuo del sueño, el joven Villanueva creía con firmeza en el poder de sus sueños. Lo creyó desde que con tan sólo once años mantuvo una conversación premonitoria con su difunto abuelo: Gerineldo Villanueva. Ambos hablaron en varias ocasiones de la fuerza de los sueños y de la posibilidad – o no- de cambiar el destino. Gerineldo Villanueva tenía un poder asombroso para el arte de la alquimia y para él la crisopeya podía ser aplicable a cualquier tipo de situaciones. Una tarde de un verano muy tórrido, Gerineldo Villanueva llevó a su nieto a un pequeño taller donde trabajaba los metales, y le hizo una magnífica demostración de sus cualidades innatas para el tratamiento y la transmutación de todo tipo de minerales. Sus facultades para la alquimia eran incuestionables, pero además tenía un tino especial para el arte de la adivinación. Era un hombre obstinado, amante de jugar damas chinas e incluso disfrutaba conversando con su nieto de temas esotéricos. La extravagancia de Gerineldo llegaba hasta extremos insospechados e hizo mella en la psique de su nieto Marcos. El joven, por el contrario, nunca creyó mucho en las elucubraciones de su abuelo, al que incluso llegó a tomar por loco en más de una ocasión. Sin embargo, el jovencito de la estirpe de los Villanueva cambió de idea el día en que soñó que Margarita –su compañera de pupitre- iba a tener un accidente. Marcos al principio no hizo demasiado caso de su extraño sueño hasta el día en que la joven Margarita fue atropellada en una de las calles anexas de su barrio. El Villanueva comenzó a preocuparse y su angustia aumentó de una forma desmedida el día en que soñó que Clara –su profesora de botánica- se iba a ir a vivir al extranjero y semanas después sucedió. Incluso soñó que sus padres le iban a regalar un gato abisinio para su próximo cumpleaños. Cuando en el doce cumpleaños del pequeño Villanueva sus padres aparecieron con un felino, Marcos temió por el poder premonitorio de sus sueños.
Desde aquel día, el nieto del difunto Gerineldo, maestro de la alquimia, entendió que debía aceptar de forma irrefutable la solidez de sus propias ensoñaciones, ya que no podían existir tantas casualidades juntas para explicar un destino ataviado en presagios que se cimentaban sobre hechos soñados.
Aquella tarde, Marcos Villanueva lloró mucho contemplando la ciudad tras el enorme ventanal empañado por una lluvia melancólica que trataba de redimir de algún modo la soledad de esta tarde.
La bella Nora seguía dormida. Marcos se acercó y la tapó con una sutileza casi mística. Le echó una sábana y le dio un beso –quizá sería el último-. Salió del cuarto de su esposa y se apresuró hasta la pianola. Cayó desplomado ante el candor lóbrego que en la calle ofrecía la noche y sus inmensidades. El cielo era oscuridad y casi no había estrellas en la profundidad de la noche –quizá sería la última noche-. Una vez sentado al frente del piano, trató de componer una melodía para venerar a su esposa. Quería escribir la elegía más bella que se hubiese compuesto jamás. Seguía con ingenio probando cada acorde, atinando con la mayor profundidad posible hasta en la última nota. Se acordó de la “Elegía” de Fauré y trató de hacer algo tan digno como esa pieza. No fue un trabajo fácil pero Marcos, infatigable, trabajó toda la noche al piano, tratando de plasmar la belleza en un sentido único hacia lo absoluto. Los primeros rayos del alba penetraban por el cristalino ventanal con una levedad atenuada, reflejando su candor en las vetas de madera pulida del piano. Marcos casi había terminado y apuró las últimas notas hasta que al fin logró concluir su pieza elegíaca. Sólo faltaba ponerle título, elegir un título digno de tanto esfuerzo entremezclado con sentimientos estremecedores. Tras pensarlo con calma durante un rato decidió el siguiente: La última vigilia.
Quizá esa fuera la última noche velando a su esposa, embriagado por el sopor de la somnolencia noctívaga y el vapor humedecido de la lluvia en las calles. Marcos había preparado esta pieza para regalársela a su esposa en su funeral. No obstante, antes debía comprobar que la fatalidad de su presagio se había cumplido sin ningún contratiempo, tal como lo atisbó en su sueño. Avanzó hasta la habitación de su esposa con un miedo que lo hacía temblar de una forma terrible. Era un miedo frígido que lo envolvía en un delirio exterminador y así avanzaba empapado en sudor, escuchando en su corazón acelerado unos latidos pidiendo auxilio. Sin esperar más, abrió la puerta del dormitorio y encontró a su esposa tal como la dejó la noche anterior: continuaba tapada con la sábana, las manos en el regazo, el rostro tranquilo… Se acercó unos pasos y la tocó. Posó una mano en su mejilla y comenzó a llorar. Su llanto era tan desaforado que incluso le mojó el camisón. Entonces a Marcos le pareció que su esposa se movía levemente y así fue. Nora abrió los ojos ante la lágrima salada que rodó por su ropa. Entonces Nora también comenzó a llorar con alegría y rabia revueltas. Se abrazaron con la misma pasión desatada en otros tiempos en aquel lecho sosegado. Marcos lloraba asombrado del misterio, tratando de entender que a veces la fuerza interior puede más que cualquier vaticinio. Se dio cuenta de que cada uno de los mortales va escribiendo su destino y es dueño de todo lo que en él acontece.
Un rato después, cuando las lágrimas ya se habían calmado y habían cesado de sus ojos; le enseñó a su esposa la elegía que le había compuesto aquella noche. Nora volvió a llorar de pasión y se sintió emocionada y así; el joven Villanueva se dio cuenta de que era un experto alquimista en los sueños, capaz de transmutarlos hasta un sentido de absoluta perfección.
Aquella noche Marcos había rescatado del Leteo su más bello tesoro, su más sublime obra de arte: la última vigilia. Había vuelto a ver la luz con la claridad de siempre, volvió a ilusionarse por la vida y al mirar a su esposa sintió que no estaba solo y que la seguiría velando todas las noches que hicieran falta durante el resto de su vida. La velaría como un alquimista que mira la luna no porque sea la luna, sino porque está suspendida en lo alto del cielo.
(Primer premio del Certámen de Literatura infantil y Juvenil "Encarnación Martínez Barberán" del centro Samaniego de Alcantarilla)
Relectura de "La última vigilia" realizada en la entrega de premios del Certamen:
A continuación voy a hablar un poco acerca de dónde surge mi afición por la literatura.
Pues bien, siempre que escribo lo hago por necesidad, y esa necesidad surgen en mí por el deseo de cambiar la realidad, de descubrir mundos nuevos abiertos a la imaginación, de plasmar a través de mis relatos y poemas presagios y utopías, pero también realidades que quieren ser mejoradas.
Es cierto que estamos inmersos en una sociedad de consumismo, de alcohol, de falsedad donde todo está infravalorado. Es verdad que echo de menos una sociedad donde se le dé más importancia a un poema de Cernuda, a la sensibilidad de la música y, en definitiva, a valores ya perdidos, como la belleza de las cosas más sublimes.
Partiendo de esa necesidad que surge en mí, hay momentos en que tiembla algo en las profundidades de las galerías de mi alma y necesito irremediablemente escribir.
Lo que inspira mis temas son la lectura de un libro, la observación de algún hecho, la conversación con un amigo pero sobre todo, mis ganas de cambiar la realidad y de proyectar una visión nueva a la sociedad.
Entonces en este relato que surgió casi de forma espontánea, he intentado plasmar cómo el personaje principal, Marcos Villanueva, en un momento tan dramático como la muerte de su esposa, recurre a componer una elegía para intentar cambiar el destino ya anunciado en un sueño.
Desde ese momento planteo en la historia numerosos interrogantes:
¿Qué poder tienen los sueños?
¿Los sueños se cumplen o sólo son meros sueños?
¿realmente existe un destino premeditado o somos nosotros quienes escribimos cada uno el nuestro?
¿el ser humano tiene algún poder para cambiar su destino?
Así, de estos ciertos interrogantes surge “La última vigilia” desde que Marcos recurre al arte de la alquimia, que tiene el poder de transmutar lo mundano en algo grácil y espiritual.
La primera vez que oí hablar de la alquimia, fue cuando tuve el gusto de leer “Cien años de Soledad” de García Márquez, desde ese momento empezó mi interés por la alquimia y creí oportuno aplicarlo a este relato en el que la fuerza y el poder de los sueños a veces prevalece sobre la verdadera realidad.
De modo paralelo, Marcos trabaja con esmero toda la noche para realizar la obra, hasta que al despuntar el alba consigue terminar su pieza. Es entonces cuando descubre que Nora no ha muerto, que Nora sigue viva y que le sonríe. Con todo, Marcos entiende que se debe confiar en el poder de los sueños, porque el destino se puede cambiar, porque cada uno de nosotros escribimos nuestro destino y somos los únicos dueños de nuestra vida.
Y no podría terminar con palabras mías, prefiero dejárselas al poeta y, en esta ocasión esa responsabilidad recae en versos de uno de los grandes: Víctor Hugo.
“El alma tiene ilusiones como el pájaro alas.
Eso es lo que la sostiene”.
Muchas Gracias.
6 comentarios:
Felicitaciones por tu premio en el certamen literario..
Esta excelente tu escrito.. me gusto y sobre todo me sorprendió la capacidad que tienes en su desarrollo.
BRAVO
saludos fraternos
un abrazo con mucho cariño
besos..
Es una auténtica alegría encontrar una sensibilidad como la tuya, Carmen.
En el grupo poético Alaire, al cual pertenzco, hace algún tiempo que andamos debatiendo sobre la educación literaria, más concretamente en su lado poético;
ahondando en que es una de las causas que convierten a la poesía en un arte minoritario.
Perdona el rollo.
El caso es que cuando uno encuentra una joven con estas inquietudes que tú tienes, se plantea otras muchas cosas.
Aprovecho para felicitarte por tu premio, y por esa cacicidad de síntesis que demuestras en tu escrito.
Será un placer hablar de poesía contigo.
Un abrazo poético.
Luis Oroz.
"No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo bien" (Oscar Wilde)
Ese es el secreto de todo escribiente que oposite a escritor. Mi más sincera felicitación por el premio. Un solo consejo: escribas lo que escribas, escribe para ti y nunca para el aplauso de los demás.Es bonito el reconocimiento pero lo es más la propia satisfación del creador.
Me encanta tu relato, tantos en la forma como en el fondo. No me extraña que te lleves tantos premios.
Llegarás lejos futura escritora!!
Un beso
¡Enhorabuena!
Es muy gratificante recibir algo así.
:)
Nunca para nosotros escribiremos obras de arte.
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