viernes, 2 de abril de 2010

El fin del mundo



El fin del mundo es el dolor que se mece dormido a las puertas de un sanatorio, es el dolor de las calles mojadas de domingo por la tarde, es la tristeza de los viejos y la prisa de los jóvenes. El fin del mundo es el hastío que camina dando tumbos de un lado a otro, que recorre ciudades mientras se besan los infieles, y el placer escapa, y esta vez se escurre entre los dedos. El fin del mundo llega con esa palabra fingida, es el aborto de una función de teatro, es el sinsentido de un cuadro impresionista visto desde muy cerca. El fin del mundo es la terrible soledad que asola los tejados, que herrumbra las calles y se deshace en abrazos de frío. El fin del mundo es ese parque lleno de botellas de vodka vacías, y de Martini, tiradas por el suelo, como si fueran a recogerse solas: las de ayer, las de hoy, las de mañana. El fin del mundo es ese niño rubio que mira la tele, es ese niño rubio drogado de ordenador, es ese niño rubio que ya ni siquiera es niño y ya ni siquiera es rubio. El fin del mundo son los ojos que lloran, son las bocas que callan, son las mentes que olvidan. El fin del mundo llegó desde la primera edición de gran hermano, desde ese terrible ojo que todo lo dominaba, que no atisbaba nubes en su fondo. Y no era precisamente ese ojo surrealista de René Magritte, no. Era otro tipo de ojo de mirada inquisidora. El fin del mundo es ese devastador invierno de suicidios y adioses, es ese cementerio de besos que se derrite en la otra orilla. El fin del mundo es el sabor nauseabundo de palabras de tú a tú, sabor de palabras de gente que jamás ha oído hablar del haiku, como si eso importara más que un cenicero lleno de colillas, o una flor deshojada, o de una sopa de cucarachas de colores. Nadie se atrevería a afirmar que existe esa sopa, ¡una sopa de cucarachas de colores! Nadie se atreve a afirmar que el fin del mundo ha llegado. Ha llegado: llegó. Nadie se dio cuenta.


Un niño rubio sorbe con prisa una sopa de cucarachas de colores con sabor a nunca más.