viernes, 24 de abril de 2009

Sucedáneo de la muerte.



Malditos sueños canallas
al tiempo una voz que al tiempo se calla.

Los labios son tristes,
las bocas no hablan.

Relojes de arena que tiemblan y estallan.
Termómetros rojos y lunas de plata,
de efímeras formas corpóreas y amargas.

Recorro caminos soñando sin ansias,
perdida en un tiempo de miles de espadas.

Espadas de nadie que al tiempo se clavan.
Despierto y descubro una luz en mi espalda.

No hay vida, ni muerte.
No hay todo, ni nada.

La gloria está lejos y el tiempo se acaba.


martes, 7 de abril de 2009

La fiebre del insomnio


La fiebre del insomnio. Nunca pensé que hablaría de ella y ha llegado el momento. El momento de hablar de la fiebre que me recorre, más allá de la fiebre física latente en el cuerpo. Más allá. Es la fiebre del insomnio, la fiebre del ímpetu que me recorre a borbotones la sangre, como si quisiera derribar mi cuerpo y mi espíritu. Como si me quisiera devastar y devorar si no caigo presa en su enfermedad. Es también la fiebre de querer decir muchas cosas y no tener palabras para explicar ninguna. La fiebre que arde en un ente cohibido que destapa su alma cada mañana aunque el mundo sea feo y los hombres tristes. Aunque el paraíso no exista, ni las hadas existan y aunque el deseo del que habla Cernuda sea una palabra cuya respuesta tampoco existe. Es la fiebre de no se sabe qué, que viene por algo y se alberga en el tiempo con armazones y corazas indestructibles. Es la fiebre inexpugnable de preguntarnos si Dios existe, si el amor existe, si nosotros mismo existimos y no somos reflejo de la nada de donde venimos. Es la fiebre metafísica y maniqueísta que casi divide el mundo en dos bloques antagónicos: hombres-mujeres, pobres-ricos, buenos-malos, fuertes-débiles; y así una suerte de fiebre infinita que se cuela en las entrañas hasta casi desentrañarnos. La fiebre dicotómica que nos mantiene al margen de salvar esas distancias que se hacen insalvables ante los ojos de muchos, y es también la fiebre del misoneísmo frente a la vanguardia. La fiebre de muchas cosas juntas pero no revueltas. El sentimiento febril que nos surge a tientas cuando miramos el cielo en una noche sin estrellas y vivir casi duele tanto como amar, tanto como besar, tanto como sentir. Seguimos sintiendo esa animadversión de los cuadros de Goya ante una realidad esbozada que se detiene pusilánime a nuestros pies. Y entonces nos hacemos partícipes de la derrota de no caer en la fiebre –acaso la única redención es vivir inmersos en ella-. Pues la fiebre nos libra de algo parecido a la nostalgia y casi análogo a la tristeza. Es la fiebre de no tocar el piano. La fiebre de sentir que somos demasiado jóvenes para morir pero demasiado viejos para seguir vivos. La fiebre paradójica de cerrar los ojos y ver bien, muy bien. La fiebre de abrir los ojos y no ver absolutamente nada. La fiebre de escribir un poema y tenderlo al aire para que los pensamientos se aireen. La fiebre de la lumbre en una casa alejada. La fiebre de saber que algún día también acabará la fiebre y nos acabaremos nosotros, irremediablemente nosotros.